La arqueología de medios ha dado cuenta ampliamente de los nexos existentes entre la tecnología de información y lo espectral. En el siglo XIX, el perfeccionamiento de la fotografía (y, posteriormente, el cine), la invención del telégrafo y dispositivos de registro y reproducción del sonido estuvieron imbricados con el auge del espiritismo y la posibilidad de contactar e interactuar con presencias inmateriales, espectrales. Así lo atestiguan incontables ejemplos en el campo de la literatura, el teatro, la radiofonía y, lo que nos interesa hoy, el cine de terror; particularmente, el de Demián Rugna. “Los fantasmas, también conocidos como medios de comunicación, no pueden morir. Donde uno se detiene, comienza otro en alguna parte”, decía Kittler. Esta condición de los medios se extiende a la percepción y conceptualización del tiempo y el espacio en una suerte de sfumato que confunde y anula límites. Es lo que propone Noël Carroll como uno de los principios del cine de terror: la fisión temporal y la fisión espacial que se expresa en lo monstruoso, figura que condensa elementos categóricos distintos y/u opuestos en un ser espaciotemporalmente continuo. Esta difuminación de las normas espaciotemporales de existencia es lo que produce el efecto en el espectador, quien percibe la amenaza en esa perturbación de los límites entre lo concreto y lo espectral, lo real lo imaginario, lo diegético y lo no-diegético. Resulta desconcertante la experiencia de esa espaciotemporalidad fragmentada, ambigua, que subvierte la gramática de las narrativas cinematográficas tradicionales en un dispositivo a la vez inmersivo y repulsivo, siguiendo nuevamente a Carroll.
Esto, que está condensado en la figura abyecta del cadáver del niño en Aterrados (con el vaso de leche amplificando la cosa), puede rastrearse en varias películas de Rugna. Otro de los personajes de Aterrados, la experta en fenómenos paranormales, lo explica en términos de planos dimensionales que coexisten en un equilibrio, “ordenados como gajos de una naranja”, y están comunicados por el agua, “canal que permite llevar y traer vida microscópica [que] puede juntarse, anidarse, reproducirse, usar nuestros cuerpos”. De esta forma, con solo alterar el POV se ve o no al espectro de turno, con el resultante jump scare.
No encontramos aquí el motivo, tan presente en la evolución de la fotografía y el cine, de una espectralidad mediada tecnológicamente. La espectralidad es visible al ojo humano. “No queda grabado en las cámaras, yo ya probé pero no. Hay que mirarlo con los ojos”, dice el protagonista de Yo también lo vi al experto paranormal de turno; de hecho, “habría que apagarla, la cámara, porque el led está tirando luz para las paredes”, agrega antes de apagar las luces del pasillo. La forma de hacer visible al espectro es moviendo la linterna del teléfono en una compleja secuencia que reproduce los movimientos para resolver el cubo Rubik. En realidad, aclara el protagonista, el dispositivo que emite la luz no es lo importante sino el patrón de movimientos, el “algoritmo”. En línea similar, la experta de Aterrados antes mencionada declara que “para encontrar lo que estamos buscando es mejor que no haya luces encendidas”, lo que se condice también con las repetidas advertencias de la experta de Cuando acecha la maldad respecto a la necesidad de mantener la luz eléctrica apagada. A diferencia de muchas películas donde la condición del acceso a la espectralidad es el medio encendido, aquí se da lo opuesto (si pensamos en el lugar del televisor en Poltergeist, tal vez no sea exagerado atribuir a un gesto irónico de intertextualidad deconstructiva al uso de un televisor para bloquear la puerta en El mate amargo). Los medios no son una extensión de los humanos que permiten conectar con lo espectral; por el contrario, son los humanos los que funcionan como un medio, la extensión que le permite a lo espectral actuar sobre el mundo concreto. Así se define a los “encarnados” en la película, “algo muy, muy malo que se mete adentro de una persona y usa su cuerpo”, y la necesidad de evitar que “metan adentro de tu cabeza y te hagan hacer cosas que vos no querés hacer”.
Aunque en el desarrollo del cine de terror los medios y los sentidos han tenido y tienen un papel fundamental, en los últimos años se produjo un giro que explora las limitaciones de los sentidos. Películas como A Quiet Place y Bird Box presentan premisas en las que los personajes se ven obligados a obturar determinados sentidos para sobrevivir. Esto implica una nueva forma de experiencia para el espectador al tensionar la habitual dependencia de la vista y el oído para implicarse en la narración. Jonathan Crary nos recuerda que la visión y el acto de mirar son temas muy presentes en las narraciones de terror, de la literatura gótica en adelante, a partir de la importancia de “ver” pero también de “mostrar”. Si la modernidad se apoyaba en una cierta continuidad entre “ver” y “conocer” en la que la ciencia y la tecnología ofrecía una mejor representación o visión del mundo que la religión o el mito; en la actualidad lo que ofrece es la ansiedad resultante de la posibilidad técnica de alterar la fidelidad de la representación visual y, consecuentemente, instalar la sospecha en torno a las capacidades y limitaciones de los sentidos. El medio es el mensaje; al limitar nuestros sentidos, películas como las de Rugna (y, hasta cierto punto, también A Quiet Place, Bird Box) nos obligan a comprometernos con el propio medio, tomando consciencia, al mismo tiempo, de cómo manipula nuestra percepción de la realidad. El pez toma consciencia del océano y sigue pensando.
¿Cómo pensar las restricciones en torno a la luz antes mencionadas con una perspectiva de medios? Para McLuhan, la luz eléctrica es información pura, un medio sin mensaje, sin contenido, que sin embargo tiene un efecto sobre el entorno; su sola presencia, dice el canadiense, crea el entorno. En Aterrados apagar la luz era una recomendación (“es mejor”), en Cuando acecha la maldad es explícitamente una prohibición, las siete reglas que hay que seguir con los “encarnados”. La ambientación rural y las vagas referencias a un pasado urbano que fue necesario abandonar, y que se suman a las vagas referencias en torno al pasado de los personajes, abonan a esa noción de espaciotemporalidad ambigua a la que hicimos referencia antes. La pericia de Rugna está en la forma en que explota esto. El espectador se encuentra inmerso en un entorno reconocible pero a la vez ajeno, en una narración in medias res en la que puede, no obstante, reconocer la estructura de un “cuento con moraleja”, tan tradicional en el género: prohibición > violación de la prohibición > consecuencias. Los personajes hacen justo lo que no tienen que hacer y así esparcen el mal.
Pero es la prohibición de la luz lo que provoca el mayor desconcierto. Sin recurrir a artificios simplistas como Bird Box, estas narraciones no dan respiro en su constante problematización de nuestra dependencia de la visión y la audición. No es casual que Cuando acecha la maldad se inicie con unos fogonazos distantes percibidos a través de una ventana que uno de los personajes limpia para ver mejor mientras otro pregunta “¿Escuchaste?”. Tampoco que en el final el encarnado y sus víctimas se encuentren bajo el piso de un escenario, ocultos en un espacio de exhibición. Esta tensa dinámica entre la necesidad de ver y de mostrar (de que el otro también vea) aparece condensada particularmente en el final de Yo también lo vi. El raccord de miradas entre el protagonista y su Doppelgänger, enmarcado por la puerta de la casa y los reflejos en sus vidrios, establece la coexistencia del mundo concreto y el espectral en una misma línea espaciotemporal. En el último cuadro vemos al protagonista (o probablemente su doble) dentro de la casa repitiendo el algoritmo para el chico del delivery; tras lo que le pregunta “¿ahí lo viste?” mientras ambos miran directamente a cámara. El gesto de ruptura de la cuarta pared juega con la extensión de esa coexistencia real-espectral a la dimensión extradiegética del espectador. En un punto, ese “¿Escuchaste?” inicial de Cuando acecha la maldad también está dirigido más allá de la pantalla; relativizando la sensación de seguridad del espectador inmerso, ahora, en la historia. No es un recurso extraño en el género, ha sido ampliamente analizado cómo Poltergeist transforma un objeto cotidiano y central en la cultura norteamericana en la fuente de la amenaza a la familia, amenaza que se extiende a cada espectador que posea un televisor (en forma similar, Rugna tomará, en El mate amargo, un objeto cotidiano central en la cultura argentina, un mate, aunque en un registro que privilegia la comedia).
No se trata solo de lo que se muestra y lo que los personajes ven o no, sino también de lo que el espectador ve o no en un efectivo trabajo con el fuera campo que, a su vez, extiende el desconcierto que recorre las ficciones de Rugna. ¿Son todas parte de una misma narración? ¿Se desarrollan en un mismo universo narrativo? Es poco probable que pase desapercibido a un espectador atento el sticker de Aterrados en la notebook de Yo también lo vi o la similitud entre el artilugio que aparece junto al cuerpo en Cuando acecha la maldad y el que usa la experta en Aterrados. ¿Easter eggs para fans o elementos que anclan las narraciones en un marco general?
La pregunta sobre la posible articulación de todo esto con una perspectiva de medios, en un sentido amplio del término, se funda en el cruce de esas restricciones de la luz y la mediatización de la mirada (vidrios, espejos, cámaras, teléfonos, instrumentos ópticos, lámparas). Esto problematiza no sólo la dependencia sensorial del espectador, sino que alienta un acercamiento crítico al medio. En un punto, la restricción no hace más que destacar por contraste. En esa línea, al énfasis temporal del título Cuando acecha la maldad proponemos reponer el espacio, interrogar sobre el donde. Si, como decía McLuhan, la luz construye por su sola presencia un entorno, las narraciones de Rugna nos permiten empezar a pensar qué es lo que construye su opuesto.
Por Maximiliano Brina