Contiene algunos spoilers de la segunda temporada
Gran parte del atractivo de Severance radica en su estética, algo que la segunda temporada hizo aún más evidente, en parte porque su dimensión narrativa resultó, en comparación, insatisfactoria.
Narrativamente, Severance se sostiene sobre un triángulo cuyos vértices son: a) la relación problemática entre “innies” y “outies”; 2) el funcionamiento de Lumon y su relación problemática con el mundo exterior; 3) el enigma, la tensión entre las acciones y sucesos y los significados ocultos que tienen tanto para los personajes (o al menos algunos de ellos, no casualmente los héroes) como para nosotros. Los tres parecen prometer resoluciones. En algún momento cada innie se reintegrará con su outie (o se reconciliará plenamente con él/ella o una de las dos versiones morirá, como parece probable en el caso de Helena E.), Lumon será expuesta y denunciada frente al mundo exterior como una organización que lleva a cabo prácticas criminales e inhumanas, y los enigmas serán resueltos.
Al menos en la superficie, la segunda temporada parece haber avanzado en los tres aspectos. Se revelan algunos misterios (“Cold Harbor”, el propósito de las cabras, el paradero de Gemma), aprendemos bastante sobre Lumon (incluyendo su efecto en pueblos periféricos como aquel en el que nació Miss Cobel) y, sobre todo, rizamos una y otra vez el rizo del vínculo innie-outie de todos los personajes principales. Sin embargo, como varias críticas señalaron, solo este último aspecto resultó dramáticamente efectivo.
Empecemos por Lumon. La primera temporada nos fue revelando su extrañeza a cuentagotas, de forma tal de que la horrible normalidad de la vida oficinesca de los innies mantuviera su horror kafkiano. En otras palabras, nos ponía frente a un estilo de absurdo que era fácilmente legible como una parodia de prácticas empresariales reales tales como juegos supuestamente descontracturantes (pasarse una pelota y contar algo), burocracias y estéticas absurdas y sesiones de “wellness” con la profundidad de un charco. A medida, sin embargo, que Kier y Lumon van volviéndose más y más concretos y el absurdo se vuelve más explícitamente grotesco (por ejemplo con la fanfarria del último episodio o con el sacrificio de las cabras) este efecto se pierde. Si antes podíamos pensar que lo que Lumon mostraba es que tras la fachada racional de la instrumentalidad capitalista las empresas esconden una irracionalidad mucho más profunda que no le hace asco a ninguna forma de violencia y sometimiento, ahora más bien el efecto es que veamos que en Lumon están todos mal de la cabeza y es necesario exponerlos frente a la justicia.
Severance continúa siendo una gran serie sobre la subjetividad, la identidad y sus paradojas, pero después de esta temporada, la relación entre esta problemática y el mundo del trabajo quedó un poco, bueno, disociada. Acá entrá de lleno el tercer vértice, el del misterio. Uno de los excesos más maravillosos que estaba ya en la premisa de la serie es que por un lado los outies no saben de qué trabajan los innies, pero por otro los innies tampoco saben qué están haciendo cliqueando números en una pantalla en base a emociones imprecisas. Esta doble capa de misterio, que en términos racionales parece innecesaria (¿cuál es el punto del procedimiento de separar innie del outie si el trabajo consiste solo en cliquear números? sería distinto si los innies torturaran o mataran gente), funcionaba tan bien en parte por su comentario social implícito. El trabajo se promociona como “misterioso e importante” pero en realidad es profundamente estúpido, como casi todo lo que pasa en cualquier oficina del mundo. No solo el outie está alienado de su trabajo, el innie también. Lo mismo Miss Cobel o Milchick, pese a no estar disociados.
Pero en la segunda temporada ya no nos enfrentamos con una “junta” fantasmática que se comunica a través de una secretaria que es toda sonrisas. Vimos a los poderosos interactuar y vimos que Lumon tiene una agenda (o al menos una): la producción de innies perfectos. Los números en el monitor generan sentimientos porque son sentimientos reales (y no, como parecía sugerirse al principio, porque en el vacío de sentido total que es la vida de un innie, hay que proyectar algo para sobrevivir un día más) y Gemma es una prisionera en el sentido más estricto y literal del término, comparable a las prisioneras de Handmaid’s Tale. Otra comparación más precisa (aunque un poco más oscura) es con el personaje de Oona Chaplin en el especial de Black Mirror de 2014. Allí veíamos como la conciencia del personaje era clonada, y el “clon” (una IA sin cuerpo que se autopercibía como humana) era reducida a un rol de servidumbre absoluta bajo amenaza de tortura ante cualquier desobediencia.
La idea de crear agentes con toda la inteligencia y capacidad de un ser humano pero sin ninguna posibilidad de reclamar y/o hacer valer cualquier derecho está quedando rápidamente obsoleta frente lo comparativamente barato que son las IA que ya conocemos (y que no requieren comida ni violan tratados internacionales), aunque esto no tiene por qué causar que la distopía que pone en escena Severance deje de resultar interesante o atendible. A fin de cuentas, cada vez más personas se apasionan (o dicen hacerlo) con el estoicismo para poder disociar más efectivamente la corrupción inherente al mundo en el que viven de la autonomía virtuosa de su pensamiento, y en muchos casos, también de su virilidad.
Para terminar: juzgar un relato por su capacidad de funcionar como una crítica de la ideología del presente siempre tiende un poco al reduccionismo. Pero las fallas narrativas de la segunda temporada de Severance son tan abundantes y obvias que parecía ocioso analizarlas una a una sin ponerlas en relación con el problema general del que son tanto causa como consecuencia. Y ese problema no se soluciona poniendo a bailar a Milchik.