“En Si, traté de crear mi Borges, el Borges para mi novela”

Entrevista a Aníbal Jarkowski

por Carla Chinski

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La novela Si de Aníbal de Jarkowski (Bajo la luna, 2022) retoma la tradición biográfica de Jorge Luis Borges desde el ángulo personal, novelado, sin perder de vista dicha tradición. En un texto dividido en tres partes, enfocado en la relación de Borges con la escritora Estela Canto en la etapa intermedia de la carrera del escritor, se trabaja con la poca fiabilidad de las fuentes.

Jarkowski lo hace de forma sutil pero contundente: haciéndonos saber que la historia de un escritor, si bien nunca puede ser contada del todo, debe ser retomada por aquellos que han tomado como tradición casi individual sus disquisiciones crítico-literarias. Las elecciones de Jarkowski son curiosas, en el sentido de que transitan los caminos más teorizados sobre la obra de Borges sin caer en el academicismo, y evitando toda clase de contaminación de registros del sujeto novelado.

En esta entrevista, profundizamos sobre procesos de investigación y relaciones con lo fáctico, pero, también, desde las construcciones ficcionales que hacen a la figura anonimizada aquí, bajo la letra “B”.

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¿Cuánto influenciaron la investigación y el proceso de recopilación bibliográfica en la escritura de una novela que se presenta como una ficcionalización o, incluso, especulación?

Hace mucho que estoy dedicado a estudiar la obra de Borges, que es la que más leí y releí. Se fue dando una proximidad muy grande con su obra, de tal manera que yo voy a los textos de Borges siempre con gusto, dispuesto a encontrarme con maravillas. Se produjo una familiaridad, no la del estudioso, sino la sensación de que estaba cerca de comprender un poco cómo era él como escritor. Esa proximidad hizo que el paso a la ficción no fuera tan violento ni calculado. A veces, en favor del propio Borges y, a veces, tomando distancia.

Cuando Borges renuncia a esa humillación de que lo nombraran inspector, los datos que yo tenía eran que, en realidad, Borges ya estaba haciendo algunos otros trabajos, dirigía una revista que financiaba una mujer de dinero, ya había empezado a dar conferencias. Él sabía que ahí había una alternativa económica. La otra: para ser Borges, él no podía seguir trabajando ahí. Ni ser todo lo que Borges tenía pensado ser: un monje de la literatura. Hay una coyuntura política que, efectivamente, desencadena eso. Él comete una infracción con un decreto cuando estaba prohibido. Yo no digo que no premeditó el conflicto, porque él sabía que eso podía ocurrir. Cuando se lo lleva a un punto en el que dice que estaba obligado a renunciar, pensé en qué hubiera pasado si Borges hubiera sido inspector en el mercado. Y ahí ya me fui deslizando a la cuestión de la ficción.

Quizás, ser Borges abrió la puerta a otros mundos especulativos que no tenía antes, comparado con Historia universal de la infamia.

Mi especulación era: ¿qué se perdió Borges por no haber aceptado ser inspector? Primero, una cierta seguridad económica que te da el sueldo mensual de la municipalidad. Pero se perdió la diversidad del mercado, salir de ese círculo endogámico y abrirse a gente de distintas clases sociales, distintas ideologías: un mundo más rico. Mi experiencia personal fue ésa, me dio una impresionante relación con el mundo obrero. Estaban los conflictos, gente que si no arreglaba la hora extra hacía una huelga. Me impresionaba esa materialidad, que yo sí había tenido. El paso de la crítica a esa especulación personal se fue dando a partir de un hueco.

Su literatura especulativa le debe mucho a ese trabajo de un par de horas. Tuvo acceso a una bibliografía rarísima. Podía seguir trabajando en un mundo especulativo, ligado a la filosofía. La otra era abrirse a un mundo de realidades muy diferentes. Yo creo que Borges estaba con un entorno que necesitaba victimizarlo; una víctima más del régimen. De alguna manera, él no supo, no quiso, no pudo, contrarrestar esa recomendación de su entorno. No pudo decir lo que yo pude pensar.

También está esta contradicción entre ser un exiliado en cómo lo representás, un desarraigo, y a la vez aparecen la ciudad y el arraigo a las calles, los espacios.

Lo que traté con esas situaciones urbanas que aparecen, es que hablaran de esa riqueza que quedaría clausurada cuando él aceptara ese trabajo. La ciudad tiene la posibilidad de abrir la experiencia, donde uno puede ir en un tranvía leyendo La Divina Comedia y emocionarse, pero también el roce: hablás por teléfono en un café, y alguien te desafía. Y yo, en lugar de hacerlo como Dahlmann (se comporta sin saber qué hacer, el destino que lo lleva a enfrentar a la muerte), desafía al provocador. Eso pasa en el barrio de Boedo, pero no va a pasar en Pueyrredón y Las Heras; esa diversidad urbana que marcas tiene que ver con eso.

La ciudad como trama en sí misma.

Las ciudades modernas tienen el problema de su complejidad; te sentís cómodo en un espacio, pero ya no, en otro; desarraigado en un lugar, y luego lo contrario, afincado en otro. Es saber cómo moverse, que atravesar la ciudad supone atravesar clases sociales, experiencias, ideologías, costumbres, dinero.

Hay un contraste entre un estilo seco, llano, y esas disquisiciones borgeanas en un lenguaje que, de a momentos, parece traducido, oraciones largas y enrevesadas, atravesadas también por la cita no atribuida. ¿Fue una decisión estética deliberada en la novela?

Yo sabía que corría unos cuantos riesgos: en principio, porque Borges fuera el personaje. Pero uno de los grandes problemas era que no se “borgeanizara” la novela. Porque el problema de tenerlo a Borges era que había que manejarlo con mucho cuidado. En ningún momento quería hacer una parodia, un homenaje, sino tomarlo como personaje, desde yo, el novelista. La verosimilitud de Borges-personaje no debía contradecir lo que todos sabemos de Borges, pero que me diera la posibilidad, también, de escribir. Hice muchas correcciones en algunos capítulos con oraciones muy largas, con muchas parentéticas, adjetivación. Trabajé mucho en contra de ese lenguaje enrevesado, para que hubiera algunas zonas. Pero que, después, la escritura y la cadencia sintáctica más bien fluyeran. Que no quedara pegado yo a sus amaneramientos, cosa que sí permitía en los diálogos, donde hay maneras muy borgeanas, “caramba”, sus ironías. Pero el narrador tenía que independizarse de eso.

Racionalismo (iluminismo), moral, patetismo, escepticismo, estas son todas relaciones de sistemas filosóficos que, de alguna manera, Borges encarna. ¿Podrías desarrollar un poco más cómo se entrelaza el pensamiento filosófico “de” Borges y estas referencias noveladas?

El narrador que construí es el punto patético de la novela. El otro problema era no dar clase. Este no era un ensayo sobre Borges, donde deslizar las cosas que digo en la facultad. Hay mucha relación entre filosofía y vida, por ejemplo, que me llevaba a aspectos prácticos de cómo esos sistemas de pensamiento tienen una realización cotidiana. Si yo podía resolver esa cuestión en ciertas posiciones filosóficas realizadas en las experiencias de los personajes, estaba permitido. No estaba admitido desarrollarlas, explicarlas; sino que -–como en la parte en la novela en la que Estela Canto dice “cualquier persona puede escribir un sistema filosófico si no se apura”– me gustó mucho esa idea de que, por ejemplo, una persona en un mercado pudiera ser “estoica”. En ese cotidiano se manifiesta la filosofía. Creo que Borges se parece mucho a nosotros. Estela Canto dice, en su reseña sobre “El Aleph”, algo disparatado: es el escritor más popular, el que está más cerca de todos. La vacilación sobre la identidad, los principios, problemas con el dinero. Cuando, como Borges, se tienen posiciones muy fuertes, lo que vos pensás del mundo se despliega y no necesita una elaboración; tus posiciones se manifiestan.

Respecto del segundo punto, el pasaje entre géneros, ¿cómo trabajaste? De a momentos se trabaja con un discurso indirecto; de a otros, con una tercera persona que parece relatar casi una biografía novelada; de a otros, una novelización biográfica. ¿Cómo ves esas diferencias?

En ese esfuerzo para que no se “borgeanizara” la novela, recurrí también a una pluralidad de voces, personajes de distinto origen social, que se corresponde con mis otras novelas. Trabajé cuestiones técnicas que permitieran el ingreso de voces nuevas y se retrajera el autor y fuera en función de las voces; que se pudieran distinguir matices, que no todos hablaran o pensaran igual. Eso es lo más interesante de novelar. Una novela tiene el encanto (ya un poco anacrónico, pero que yo reivindico) de diversidad de costumbres e ideologías que permiten el origen de la novela como género. En un punto, tiene algo de fuera de moda la novela; trabajo con un modelo más de siglo diecinueve, pero más actual en las cuestiones técnicas que marcás (con las que, de pronto, aparece el narrador indicándose, indirecto libre, por momentos aparece el diálogo sin líneas de diálogo). Y pensar la novela como un cierto ideal; como un fenómeno de diversidad discursiva. En los materiales, los temas, las técnicas. Es un ideal que me lleva a escribir.

En el colegio (Paideia), ¿cuál es la relación entre el Borges “curricular”, y por dónde empezás? ¿Cómo es la educación de esa literatura?

Borges me resulta cómodo para trabajarlo por fragmentos: cuestiones de tildación, le saco todas las tildes y lo aprendemos con Borges. Si queremos ver un problema técnico sobre qué es el narrador, “El hacedor” permite trabajar el pasaje de la primera a la tercera. Para ellos no es nadie, pero va facilitando las cosas para que al final sea una figura familiar. Por ejemplo, Borges está permanentemente en mi discurso cuando hablo, como cuando tengo que explicar el doble.

A la vez, era generoso él mismo en su pedagogía, en un sentido de construcción literaria.

Es generoso en el sentido de que valora la lectura del otro. Creo que también tiene una gran confianza en su gusto. Él era feliz de transmitir eso que a él le gusta, compartirlo. No siempre compartirlo da resultado. La admiración de Borges por Chesterton y por Kipling no ha llegado al punto en que nos fanaticemos con Chesterton ni con Kipling, ahí hay un límite. Efectivamente, imagino las conferencias o clases que escuché: tiene mucha fe en lo que está dando a conocer.

Él tiene una relación compleja con la pedagogía. Yo trato de no ser tan arbitrario para acercar a los chicos a la lectura. Él comete muchas arbitrariedades, porque se acomoda a ese personaje. Sabe que lo arbitrario, si es interesante, es valioso porque te hace pensar. A veces, no estoy de acuerdo para nada con Borges, pero siempre estoy pensando, es decir, viendo dónde está su falla, su torpeza ideológica. Que los alumnos sean o no borgeanos, lo dirá el tiempo.

Incluso en la arbitrariedad (un tango con Homero, esto u otro es igual que Dante). La metáfora de Evaristo Carriego, “y desagua en Contursi”, recorre desde Horacio hasta Carriego. Esos caprichos nunca son triviales: es por el armado de series. Donde nosotros vemos diferencias, él encuentra coincidencias, y al revés. Esa manera desajustada es extraordinaria. Es un gran ejercicio intelectual: ir a contrapelo porque estuviste pensando, te volviste un lector activo. Yo creo que Borges no tiene falsa modestia cuando dice que está más orgulloso de los libros que leyó que de los que escribió. Como modelo es interesante: cómo cada uno, con su enciclopedia, puede tratar de jugar con esa misma idea. En el capítulo de Si en el que Borges comparte un viaje en tranvía con un compañero, lo que quería era ir a la zona fantástica del libro, la única. Pero también, ver hasta dónde la persona que menos se parece a él es la que más se parece a él. Por eso, ese personaje le dice que en el fondo, la vida de uno se juega en un momento. Eso es Borges puro hasta el fin: “hay un momento donde uno sabe para siempre quién es”. Como la historia que le cuenta el trabajador con la mujer con la que nunca se casó.

También noto que está muy bien lograda la relación entre el Borges-figura y el Borges desde una noción de intimidad psíquica. En ese sentido, ¿es posible que tenga que ver con la elección de llamarlo “B” y no por nombre y apellido?

Si había alguna instancia del texto de la que quería burlarme, era del narrador. Es un narrador que cada tanto, dice que cuenta con documentos, que puede probar lo que está diciendo. Y, de hecho, cuando dice eso es porque hay documentos. Lo que no dice es todas las partes delirantes que tiene la novela donde no puede documentar su omnisciencia ni ninguna otra cosa, pero sí puede, algunas cosas. Quería generar un narrador paranoico: ¿de qué pueden acusarme si esto no es bueno contarlo? Ahí hay algo mucho más patético que la vida de Borges. Alguien que está escribiendo bajo la sospecha de que podría ser acusado de falsear, manipular fuentes.

Eso sagrado que se construye en la academia en torno a muchísimos autores. El rigor absoluto respecto de lo fáctico, desde lo biográfico, el hecho y hasta lo observable.

Absolutamente. Ese era el punto que a mí me permitía ridiculizar: el narrador. Ahora, por eso mismo, no se atreve a escribir el nombre de Borges, pone la inicial como si eso lo preservara, ésa es su cautela. Cuando escribo la tercera parte, le cedo la palabra a Estela. Ahí lo que yo decía es que tiene derecho a nombrarlo a Borges, porque es Estela. Al ser ella la que habla de Borges, puede llamarlo así porque lo conoció, lo trató; en cambio, el narrador no. Parte de ese patetismo es no tener ese derecho. La misma lectura de la novela refuta la documentación.

Es un gesto antiacadémico y antiburocrático. El primero que se tomó a Borges como personaje fue él mismo, se incluyó en sus relatos, bastante patético, por momentos hasta ridículo como en “El Aleph”. Yo me sumé a esa tradición y tenés a Borges-personaje en Eco, en Marechal, en Piglia, y sigue la lista. Traté de crear mi Borges, el Borges para mi novela.