Poco se ha escrito sobre...

Ficciones de la crítica literaria en Argentina

por Carla Chinski

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1. Esperando a la crítica: restos de una tradición polarizadora

Cuando uno lee un trabajo en el que se comienza con “poco se ha escrito sobre…”, hay más de un motivo para sospechar. Lo mismo sucede con la “crítica de la crítica”, que suena más a anaquel académico en donde los escritores se convierten en comentadores de comentadores –literatura de tercer o cuarto grado, o de la prueba de seis grados de separación entre conocido y conocimiento–. En efecto, podría argüirse que, en Argentina, quienes más han escrito (sobre la) crítica no son los críticos llanos, sino los escritores. O, mejor dicho, que el crítico se ha tradicionalmente erigido como escritor primero, y como observador, segundo. La pertenencia a la academia (o, la más de las veces, a la Universidad de Buenos Aires, Facultad de Filosofía y Letras) de figuras como Josefina Ludmer, Beatriz Sarlo [1] o Noé Jitrik no era lo que legitimaba sus críticas, sino la idea de que el crítico literario era lo que escribía. Y que lo que se escribía era, además, una forma de posicionarse ante (siendo grandilocuente adrede) los varios tomos de la Historia de la Literatura Argentina (Jitrik 2000). Lo que estos críticos tenían, tienen, en común es que proponían su versión narrativizada de la historia (o narrativista, como Ludmer en los ochenta), y esa propuesta era un riesgo intelectual. ¿Por qué un “riesgo intelectual”?

En primer lugar: cuando la crítica toma posición, las famosas tesis y antítesis –contrario a lo que se cree–se caen. En primer lugar, porque la metodología de la crítica argentina contemporánea a estos tres escritores es exactamente eso: rigurosa y sin tomar partido, tomando en vez posición. Encontramos en sus escritos formulación de hipótesis, adendas, objetivos primarios y secundarios. Y, sin embargo, eso no se los había enseñado la academia, sino los libros. Una confianza en el poder argumentativo de la literatura guiaba al mismo rigor metodológico. Porque mientras que otros críticos y filósofos dos décadas atrás se preguntaban “para qué”, “por qué”, o “cómo” era la literatura, la pregunta de alguien como Beatriz Sarlo en su lectura de Rayuela, o de “Emma Zunz”, fue mucho más práctica: ¿cómo se escribe? No interesa la literatura desde lo abstracto, en otras palabras, sino desde el cómo se hace, cómo se logra. Para estos críticos, los libros proveen y tienen herramientas para elaborar hipótesis que son igual de válidas, y están en el mismo estatuto, que el meta-discurso de la crítica.

En segundo lugar, una toma de posición implica poner en juego un sujeto, y no un falso humanismo, o, incluso, falso humanitarismo. Ésta era la crítica de Ludmer, que se puede leer en uno de los últimos ensayos publicados en la recopilación Lo que vendrá (Eterna Cadencia, 2021). Sarlo y Ludmer entienden al sujeto situado como inherentemente literario. Con esto queremos decir que hacerle lugar a la literatura en nuestro país partía del supuesto de que tenemos que justificar nuestra propia existencia, a la existencia de nuestra literatura local.

A propósito de esto, quizás no sea mucha coincidencia la sensación de anclaje, arraigo, que trajo el término de Pierre Bourdieu “campo literario” en nuestro país. Precisamente porque es un término que alude al territorio que debe ser ganado, en su interpretación más metafórica e imprecisa. En “Una revolución conservadora en la edición”, Bourdieu (1999) dice que los números hacen a un estado de la cuestión de la literatura; pero que hay una diferencia entre literatura y libros. Los libros se miden en lectores; la literatura, en valores poco relativos a la actividad práctica de la lectura, por más polivalente (y discutida teóricamente) que sea la lectura en sí. Para cuando, en los ochenta, “campo literario” aparecía en todos los programas de humanidades y ciencias sociales de la Universidad, esa distinción se había borrado: había ganado la literatura, habían perdido los libros. Sin inmiscuirnos demasiado en las polémicas de los planes de estudio desactualizados ni las políticas universitarias, sí valdría la pena ver qué ocurre con la idea de la respuesta. Es ese llamado primitivo que podría reducirse a cualquier intercambio, incluso en animales, una suerte de cortejo que puede terminar mal. Cuando la literatura prevalece por sobre los libros, se convive por común acuerdo con el hecho de que, si la literatura existe en tanto que inalcanzable, conceptual y atemporal (invisible, por qué no), los libros no hacen falta.

Hace mucho tiempo, en una ciudad lejana, la cosa literaria era o no era. Y, en tanto que “cosa”, era también objeto de discusión acalorada; el viento que circulaba estaba hecho de polémica. Sin embargo, no por la gracia de la polémica misma: los críticos y las críticas como Josefina Ludmer y Beatriz Sarlo –aún con sus tantas diferencias– entendían que la polémica escrita era una de las pocas formas de conformar una tradición literaria en Argentina, justificar la existencia de lo visible. Los libros, por entonces, se dividían en “clásicos”, “modernos” y “contemporáneos”. Se peleaba por toda clase de realismo (nuevamente, el realismo era o no era, y cada una de sus vertientes significaba algo, no solo para el “hombre de letras”, sino también para la nación entera). Era una crítica sin violencia en el sentido de los insultos y la chicana: para quienes publicaban en revistas como El grillo de papel, Poesía o Contorno, violento era no opinar. Llama la atención cuán aferrada estaba la discursividad crítica de entonces o los críticos mismos, como personajes, a la idea de la opinión, de la doxa sin vergüenza.

A la vez, había un claro paralelismo entre la doxa y la praxis: una era la otra. Porque hacer literatura equivalía a escribir, y escribir era el territorio común sobre el cual se fundaba la crítica literaria y su objeto. Cuando uno como crítico objetaba y objetivaba algo, quedaba claro que eso a lo que uno se oponía no era la literatura, sino a una forma de hacer literatura o publicar; que en las diferencias que radicaran entre una cosa y la otra se armaban oposiciones que llevaban a una discusión de interés público –y de público conocimiento. Las tiradas de miles de ejemplares de “El grillo de papel”, un comité estrella y lo que hoy se llamaría curaduría de autores (Nicolas Bourriaud [2022] mediante) son más muestra, a nuestro criterio, de condiciones prósperas para la publicación en nuestro país que una muestra de este estatuto de la crítica como algo “de público conocimiento”. El criterio no era el del tiraje sino el de la distribución; el criterio no era el de la curaduría, sino el de la relevancia.

Detengámonos un poco en estas dos diferencias. El statement grandilocuente como “la narrativa de los últimos diez años se escribe en el marco de la crisis de la representación realista” (Sarlo: 329) marca un criterio de relevancia cuando se dice que en estos libros “raramente faltan marcas de un lector capaz de seguir la trama de las alusiones” (ibid.). Al mismo tiempo, no podemos imaginarnos a un crítico contemporáneo diciendo algo como “la narrativa presenta esta cuestión estética fundamental (…)” –énfasis en “fundamento” y en “estética”. De nuevo, como Sarlo sigue diciendo, “está la idea de que los textos ponen en escena un debate de valores”: hablaba también de la forma de hacer crítica. Pero críticos como Sarlo, parece, no sentían ningún deber de hacer crítica a la par de la literatura, pues la pregunta era mucho más simple (nuevamente, ¿cómo se escribe?).

2. La hiper-significación en la crítica local

Hay que reiterar la pregunta crítica por la crítica de “¿cómo hemos llegado a este punto de exceso de común acuerdo [2]?” ¿Es acaso este exceso, como interpreta Sarlo, lo mismo que decir “falta de polémica”? Mejor aún: ¿es porque, ahora, puede haber o no un núcleo único de Sentido que el acuerdo se ha vuelto la única manera de hacer una tradición desde la contemporaneidad? Es que las novelas de esos años, ochenta y noventa, tenían una vocación por la crítica en tanto pendían de una alegoría, laberinto, símbolo, en donde se juegan la “crítica y trivialización de [estos] deseos” (2007: 338). Para lo que sigue, hay que jugar, a veces, a hacer actualidad.

Si la crisis de la mímesis en estas novelas post-dictadura [3]–no es lo mismo que una crisis de realismo– marca algo, es un discurso exiliado. Y Sarlo cuenta implícitamente que las novelas también tienen hipótesis, como dijimos antes, que se formulan a través de tropos del discurso. Como vemos, el acercamiento de Sarlo es el de priorizar registro y estilo como modos de hacer política discursiva. Quizás sea el mayor punto de contacto con Ludmer y con Jitrik. Allí donde las biografías ficcionales abundaban, en Saer, Dal Masetto y Piglia, existía una consciencia de la biografía crítica: “la tarea crítica se ha transformado en un delirio” porque “maniobran para coincidir con una coyuntura” (Ludmer, 2021: 105, 303). Lo interesante es que en esa tarea sigue habiendo cierta idea de pluralidad, por oposición al us versus them de la crítica norteamericana actual, como veremos.

En Argentina, hay dos operaciones de la crítica actual que piensan desde algo que ya no puede llamarse mass-mediatización de la literatura (Romero, Verón et. al.); ya no es la polifonía de Manuel Puig ni la cita de Ricardo Piglia. Es eso que Sarlo vaticina y nombra “hiper-significación” en el ensayo “Política, ideología y figuración literaria”, de 1987: aquello que exhibe las claves de su propia traducción. O que, dicho de otro modo, rozan la obviedad del significado dando las claves de lectura que se le reclama al crítico en lugar de opinión que, en vez de esa clave de lectura, no tiene nada más que ofrecer salvo al texto crítico.
Si la interpretación fue sustituida por la forma en los setenta (o quizás no valga la pena decirlo tan radicalmente), y la forma por el psicologismo y el psicologismo por…¿dónde estamos hoy? ¿Cómo se pone de manifiesto, si existe, la “hiper-significación” de la crítica actual? Ya lejos de la aprobación del campo cultural –y como adelantamos al principio– asistimos a la “hiper-personalización” de la crítica a través de la biografía y la figura pública de quien escribe. Por añadidura, también de eso llamado “literatura”. Una tendencia que es, en nuestra opinión, una respuesta a la crisis económica de la industria desde la década del 2010 y hasta hoy. Con esto nos referimos a varias condiciones simultáneas: la obligación de las editoriales pequeñas de competir con grandes conglomerados; la dolarización del papel; la inflación sumada a la pérdida del poder adquisitivo que vacía espacios de intercambio y venta como ferias y presentaciones (Vanoli, 2009).

Es que, como hipótesis, estas editoriales no pueden permitirse publicar títulos experimentales o sin venta asegurada (hace poco vimos cómo un libro se calificaba de “suicidio editorial” en redes con toda naturalidad). Gracias al circuito extremadamente limitado de revistas literarias o culturales, la mayoría de ellas online por los motivos que vimos, la virtualidad de la literatura a la que tanto Ludmer como Sarlo se referían en vagos términos como “tecnología” se asoma con un realismo ineludible. Si fuéramos a agregar matices, la “hiper-personalización” de hoy tiene que ver también, y exclusivamente bajo estas condiciones, con un partido amistoso cuya regla estética (cuasi-kantiana [4]) pasa por el agrado y los sentimientos concordantes.

3. Ficciones en la Historia Literaria Argentina y la crítica estadounidense

El punto de comparación más obvio podría ser el del circuito crítico progresista –y por eso mismo muy limitado– norteamericano: The Nation, The New Yorker, LA Review of Books, The Baffler, N+1, New York Review of Books. Desde el vamos, son revistas con manifiestos de su comité editorial, y no hay un mero “quiénes somos”. Los manifiestos abogan por una pluralidad discursiva:

The Baffler was born to laugh at the baffling jargon of academics and the commercial avant-garde, to explode their paralyzing agonies of abstraction and interpretation. […] A printed magazine of such unconstructive thinking was itself a protest. A protest of what? The contraction of the cultural economy in journalism, higher education, and the arts, for one thing, and the torrent of euphemisms designed to hide it, for another. The Baffler broke down post-Cold War market triumphalism into absurd juxtapositions of class and culture. It showed what art and criticism could look and sound like outside the usual filters—the twee literati, the bloated universities, the velvet-gloved foundations, the viral strains of D.C. anti-thought, the meme hustlers.

Si bien la historia de la revista publicada en su “about” en línea suena más a discurso publicitario que a progresismo cultural llano, se habla de “yuxtaposiciones absurdas”, “reírse de la jerga incomprensible”, “pensamiento poco constructivo” y la “contracción de la economía cultural en el periodismo”, entre tantos otros juicios de valor. Si lo pensamos cortado y pegado en nuestro país, tales valoraciones hoy serían también inadmisibles, como fueron las de Sarlo en los ochenta (o más rampantes aún). El destino manifiesto de la crítica norteamericana está “hipo-significada”, es decir, es opuesta y no complementaria a lo que aquí sucede con la “hiper-significación”. Esto quiere decir que se producen huecos de sentido por donde la polémica ingresa.

Habría que trazar un recorrido paralelo en las tradiciones ensayísticas de fines del siglo XIX en Estados Unidos, trabajo largo y arduo. Pero, volviendo: así como desde los orígenes de la conformación territorial en ese país se construyó sobre la oposición Este/Oeste, es el territorio ganado hacia esa división cultural el que sigue marcando diferencias entre LARB y NYRB (cada una con suficiente dinero para tener sus propias editoriales “de culto”), y eso no existe acá hoy en día.

La “hipo-significación” en la crítica estadounidense no implica en absoluto un vacío conceptual o analítico sino, por el contrario, la cultivación de una versión globalizada de ese “hombre de letras”: esa proliferación por la búsqueda de representatividad simbólica y práctica –o práctica en tanto que simbólica–. Segunda hipótesis: hoy, la crítica de nuestro país, y si bien sigue siendo “leída como crítica del presente” (2007: 349), está asimilada a un realismo férreo desde el que contradictoriamente, según Sarlo, se desprende una crisis de realismo político –no ya de “lo real” ni “lo Real”–, que podríamos vincular con el realismo social. ¿Dónde está la representatividad crítica en nuestro país? [5]

Por último, y como corolario: llaman la atención las diferencias entre las recientes ficciones del saber (también se titula así el ensayo de Sarlo de 1988, recopilado en el 2007), y la proliferación del “diario de escritor” o de materiales “complementarios”. Es el caso de las obras de Abelardo Castillo, Ricardo Piglia, Jorge Barón Biza, Oscar del Barco, y Alfonsina Storni, entre otros. Está en consonancia con la influencia norteamericana en la crítica y escritura misma de Piglia (ejemplo: Escritores norteamericanos [Tenemos las máquinas, 2018]). [6]

Del mismo modo –hipótesis subsidiaria– la falta de diálogo en los enunciados críticos que, a su vez, podrían conformar un horizonte discursivo, es análoga a la ausencia de literatura contemporánea basada en el flujo de conciencia y lo dialectal. Es decir, la crítica es realista, busca cubrir todos los frentes descriptivos, sin desprenderse del texto literario con conjeturas. La literatura es realista (léase: descriptiva, versionando así a las tradiciones tallerísticas de autores como Liliana Heker y Abelardo Castillo; alguno de los exponentes en su versión más “barrial” podrían ser Fabián Casas en su poesía, Hernán Vanoli o Juan Diego Incardona en Villa Celina [InterZona, 2008]). Hay, por supuesto, contadas excepciones a este realismo, como Marina Closs, Ana Ojeda en Vikinga Bonsái (Eterna Cadencia, 2019) y Osvaldo Baigorria en Indiada (Blatt & Ríos, 2018); la primera y la tercera se caracterizan por ficciones durante o después de la conquista, no casualmente mediante un diálogo imaginado, en la línea de Zama y Eisejuaz. Esto se relaciona con ese “realismo férreo” del que hablamos en el párrafo anterior.

Pongamos por caso la reseña de Catedrales de Claudia Piñeiro publicada en el 2020 en Página|12. Hacia la mitad del texto, reza:

Podríamos reemplazar acontecimientos por sistema de creencias dominantes y desmembrarlos en la búsqueda de esa verdad que nos lleve a la comprensión. Una que no se perciba como absoluta, pero sí pueda dar respuestas a una serie de por qué, de por qué suceden las cosas, como la responsabilidad que cae pesada y absoluta sobre la mujer que se hace un aborto (...)

No hay aquí correlación entre la pregunta epistemológica por el porqué, es decir, una pregunta sobre los paradigmas de interpretación (“esa verdad que nos lleve a la comprensión”), y los estatutos de verdad (“responsabilidad absoluta”). Sobre todo, se enfoca en la figura de Piñeiro y el contenido de la novela en tanto valores absolutos—confuso: ¿estamos tomando a la responsabilidad como valor absoluto?—y en su nivel de “relevancia social”, como si fuese una novela histórica y tuviera una deuda realista (tanto en el estilo como en su trama-contenido).

Quizás sea esa gota de realismo político, citada en Historia crítica de la literatura argentina de Noé Jitrik. Puntualmente, en el ensayo “Absurdo y derrota: la literatura política en la narrativa de Osvaldo Soriano y Tomás Eloy Martínez”. La ‘linearidad’ como ideología obvia de los realismos” que citan los autores, Román y Santamaría, se hace hoy consonante en la literatura y en la crítica. En el 2002, el suplemento “Radar Libros” de Página|12 publicaba una contratapa con la siguiente narración de lo barrial:

Que en Barrio Norte hay demasiados hambrientos detrás del mismo objetivo, por lo que quizá convenga Almagro. Que en Núñez a los vigiladores privados los pone nerviosos el ajetreo nocturno. Que en los restaurantes del centro hay que esperar hasta la medianoche. Pero a pesar de los pesares, hay algo maravilloso y heroico en la convicción con que estos miles de argentinos exigen una mirada respetuosa.

Era una consigna política, territorial, un pedido o llamado pero, sobre todo, un realismo de barrio o territorio que todavía encontramos (encontrábamos) en el Boedo de Casas, incluso el Flores de Dolina, el barrio cerrado de Piñeiro, o en el Pringles de Aira. Y concluye la nota: “Salvarse con todos equivale hoy a trabajar para subir al barco, donde antes estuvieron y al que tienen derecho, a los miles y miles de iguales que nadan a contramano en la noche oscura de las ciudades”.

Hay algo de pensamiento mágico en la crítica argentina: que la valoración, ahora, no debe ser justificada con la historia de su literatura (o, incluso, de otros países o territorios). Finalmente, la descripción del hecho ha reemplazado la historia.

Bibliografía

AA.VV. (s.f.) “History”. The Baffler. Disponible en línea: https://thebaffler.com/about/history

AA.VV. (2015) El grillo de papel. Buenos Aires: Ediciones Biblioteca Nacional. Edición facsimilar.

S.A. “Contratapa. Nadar de noche”. Página|12, 19/07/2022. Disponible en línea: https://www.pagina12.com.ar/diario/contratapa/13-7860-2002-07-19.html

Bourdieu, Pierre (1999). "Une révolution conservatrice dans l’édition". Actes de la Recherche en Sciences Sociales, 1 (1), 3-28.

Bourriaud, Nicolas (2014). Postproducción. Buenos Aires: Adriana Hidalgo.

Drucaroff, Elsa (comp.) (2007) Historia de la literatura argentina. La narración gana la partida. Buenos Aires: EMECE.

Jitrik, Noé (2000). Historia de la literatura argentina. Buenos Aires: Emecé editores, 2000.

Ludmer, Josefina (2021). Lo que vendrá. Una antología (1963 - 2013). Buenos Aires: Eterna Cadencia.

Ngai, Sianne (2005). Ugly feelings. Boston: Harvard University Press.

Ojeda, Ana (2018). Vikinga Bonsái. Buenos Aires: Eterna Cadencia.

Sarlo, Beatriz (2006). "La novela después de la historia". Punto de vista, 2006, 86, 1-6.

Sarlo, Beatriz (2007). Escritos sobre literatura argentina. Buenos Aires: Siglo XXI editores.

Vanoli, Hernán (2009). “Pequeñas editoriales y transformaciones en la cultura literaria argentina”. Apuntes de investigación, 15, 161-185. ISSN 0329-2142.

Woinilowicz, María Elvira. “El aborto es el tema neurálgico de Catedrales, la última novela de Claudia Piñeiro”. Página|12, 31/05/2020. Disponible en línea: https://www.pagina12.com.ar/268414-el-aborto-es-el-tema-neuralgico-de-catedrales-la-ultima-nove

Notas

[1Nos referiremos a textos de Escritos sobre literatura argentina (Buenos Aires: Siglo XXI, 2007)

[2Ver: Ugly Feelings (Ngai, Sianne: 2005)

[3Como las de Marcelo Cohen (El país de la dama eléctrica, pero podría extenderse a obras posteriores)

[4En el parágrafo 3 de la Crítica del juicio, leemos: “Por consiguiente, toda cosa que gusta, precisamente por esto, es agradable (y según los diversos grados o sus relaciones con otras sensaciones agradables, es encantadora, deliciosa, maravillosa). [...] En efecto; en todo esto no hay otra cosa que lo agradable en el sentimiento mismo de nuestro estado; y como en definitiva, nuestras facultades deben dirigir todos sus esfuerzos hacia la práctica, y unirse en este fin común [...]”.

[5En una línea similar, “la novela después de la historia”, ensayo de Sarlo publicado en el 2006, dice que “se trata de una división conceptual y también de la hipótesis de que el presente etnográficamente registrado es elegido por novelas que son leídas como ‘lo nuevo’ de la literatura argentina”.

[6Los academicismos y la academia estadounidenses llegaron tarde aquí –no olvidemos que Ludmer enseñó en la Universidad de Yale–. En la tradición de Susan Sontag de Estilos Radicales y Contra la interpretación, por ejemplo, Ludmer se queda a un medio camino prodigioso entre la escritura que divulga y la que narra –por contraposición al informe, al informar–. En la visión de Ludmer, la literatura es también un humanismo, pero es, a la vez, una forma de economía feroz de la subjetividad nacional (por no decir “el sujeto nacional”). Esa Sontag que es exponente de ese “medio camino” que luego Josefina Ludmer desarrolla en nuestro país fue leída en el contexto de Argentina como un punto a seguir. Habrá que ver en qué medida estos estilos radicales de la crítica norteamericana post-Derridiana (pero también post-New Criticism, sobre todo) tuvieron su oleada de influencia sobre más de un crítico argentino.