Nuestra parte de la crítica

Lo que suele y no suele decirse sobre Nuestra parte de noche de Mariana Enríquez

por Mariano Vilar

Ver en versión PDF

El guardián entre el centeno

El 27 de octubre de 2022 el diario inglés The Guardian publicó una reseña negativa de Nuestra parte de noche (traducida al inglés como Our Share of Night), de Mariana Enríquez. La propia autora, que en ese momento no había abandonado todavía Twitter tras un módico episodio de “cancelación”, manifestó su decepción frente a la reseña. Muchos twitteros salieron a apoyarla y se esgrimieron todo tipo de observaciones en contra de los argumentos de Sam Byers, el reseñista británico. No es sorprendente: el campo literario argentino invirtió mucho en Enríquez en los últimos años, en los que la autora dio infinidad de entrevistas, ganó y entregó premios, obtuvo y dejó cargos y motivó artículos, libros, talleres y conferencias.

Ahora, más allá de cierto orgullo nacionalista en general y anti-británico en particular, los argumentos de Byers en The Guardian merecen más atención que los que se agotaron rápidamente en twitter, no tanto por su profundidad o mérito intelectual sino, sobre todo, por lo que nos permiten pensar sobre el estado de la crítica y de la forma literaria.

El primer procedimiento de Byers consiste en comparar un párrafo de uno de los cuentos de Las cosas que perdimos en el fuego (2016) con un párrafo de Nuestra parte de noche (2019). Su objetivo de mostrar que el primero tiene una gran efectividad y economía narrativa mientras que el segundo, en cambio, demostraría una total falta de puntería y de precisión. Quizás llame la atención la decisión de Byers de elegir un único párrafo de una novela de más de 600 páginas. ¿Hasta qué punto es una elección representativa? Sea como fuere, empezar una reseña crítica comparando dos estilos narrativos no deja de ser significativo.

La segunda objeción a la novela de Enríquez es la nomenclatura débil y genérica que ofrece su mundo ficcional:

The Rite is presided over by a sinister order called the Order, who also control the place where the Rite must be performed – the Place of Power. What the Order don’t know is that the Place of Power isn’t the only powerful place. There’s also another place, called the Other Place.

Aquí al menos la selección no corre el riesgo de ser arbitraria, ya que no hay duda que estos elementos (la Oscuridad, el Rito, la Orden, etc.) son componentes centrales del relato. Por último, el crítico de The Guardian lanza su último dardo y llista una serie de metáforas y similes graciosamente torpes, como cuando una escena de sexo gay es descrita como “the pictures in the porn magazines, only moving”.

Dejemos momentáneamente de lado cualquier esfuerzo por comparar estas observaciones con la experiencia que cada uno de nosotros pudo tener leyendo la extensa novela de Enríquez. Más interesante es preguntarse por qué una reseña en inglés de una novela en español se detiene en la prosa de la autora, mientras que tan pocos críticos argentinos parecen haber dedicado siquiera un par de oraciones al asunto.

Del estilo al consumo de autores

Como dije más arriba, la recepción de Nuestra parte de noche en nuestro país fue, por lo menos, cálida. Una autora argentina que gana premios explorando un género que no es tan canónico en nuestra literatura tiene todo el derecho a llamar la atención. No parece tener el mismo derecho, sin embargo, a que su obra reciba una atención formal por parte de la crítica local, que rara vez la leyó más allá de una lista de temas que, sintetizando, son los siguientes: a) la novela participa del género “terror”; b) en la novela hay referencias literales y alegóricas a la dictadura del ‘76. No solo es infrecuente encontrar reseñas que salgan de esos dos temas, sino que la mayoría de las veces tampoco son objeto de análisis en sí mismos: más bien son los ejes que articulan las entrevistas.

Hernán Vanoli dice en El amor por la literatura en tiempos de algoritmos: “La cultura literaria se orienta hacia el consumo de autores, no de libros, y mucho menos de textos. Todo escritor es su propia obra de arte bioprofesionalizada”. [1] Las entrevistas a Enríquez son, como casi cualquier serie de entrevistas realizada en un período de tiempo corto, insoportablemente repetitivas. Sus lecturas adolescentes, las primeras dificultades para publicar, su compromiso con el horror, su juventud en los 90, la música que le gusta. De la forma de la novela, rara vez se le pregunta por otra cosa que la extensión. Pareciera que poco hay para preguntar sobre el estilo, y uno solo puede especular sobre cómo hubiera encarado una entrevista el reseñista de The Guardian. Una pregunta sobre por qué decidió utilizar nombres genéricos para las entidades ficcionales de la novela podría llevar a cuestiones menos obvias que la construcción de imagen de escritora postpunk.

De las críticas publicadas en medios masivos, es quizás la de Elvio Gandolfo en La Nación la más inclinada a comentar sobre la forma de Nuestra parte de noche. Dice por ejemplo:

Hay tramos de angustia extrema. En otros, en cambio, esa tensión acumulada se dispersa. Un ejemplo es el capítulo sobre el mundo de ácido, música y sexo del Londres de los años 60 o las páginas dedicadas a una ciudad castigada por el sida.

En sus libros de cuentos Enriquez demostró ser una diestra practicante del género. Aquí también, aunque un impulso goloso por abarcarlo todo momentáneamente la distrae. El impulso generador, sin embargo, es complejo y generoso, y su propia dinámica termina por poner límites. Un ejemplo fulgurante de lo que puede alcanzar Nuestra parte de noche es el capítulo "El pozo de Zañartú, por Olga Gallardo, 1993". Allí se mezclan plenamente la escritora con la periodista (oficio del personaje y de Mariana Enriquez), la dictadura y el terror de la Oscuridad. El acierto repercute positivamente en páginas posteriores, y le da peso al último extenso capítulo, en particular a su acelerado, comprimido final.

Gandolfo no le teme a la adjetivación y a expresiones como “impulso goloso”, y ya con eso toma una posición más comprometida con su experiencia de la lectura de la novela que muchos críticos. Tal como Sam Byers, nos hace saber que a su juicio la novela es innecesariamente larga, lamenta su excesiva dispersión y tiene un final no del todo bien orquestado. Pero más allá de estos comentarios de orden general, no encontré en ningún caso un análisis de párrafos concretos como los que proponía el reseñista de The Guardian. Hay dos posibles causas: o esta operación de desmenuzar pasajes no está en la caja de herramientas de nuestra crítica, o deliberadamente se omite hacerlo con la novela de Enríquez porque se sobreentiende que su valor no está ahí.

La forma del contenido

Soy consciente de que la dicotomía que armé en los párrafos de arriba entre entrevistas repetitivas y reflexión sobre el estilo parece armada para ensalzar esta última (y por lo tanto defender a Sam Byers y a los medios británicos). La cuestión es bastante más compleja, sin embargo, ya que una “reflexión sobre el estilo” puede involucrar dos cuestiones que a menudo no van de la mano: la primera es si esta reflexión equivale al juicio estético; y la segunda es cuál es la relación que se establece entre estilo (o “forma”) y contenido.

Las observaciones de Gandolfo en La Nación y Byers en The Guardian recuperan un lugar tradicional de la crítica: el estilo es algo que se describe mediante adjetivos calificativos. Se somete a la valoración más que al análisis. El segundo aspecto, la reflexión del impacto del estilo en el sentido total de la obra, está notablemente ausente.

Hay varias explicaciones posibles. La primera es que no existe a priori algo como un “sentido total” de la obra con el que el estilo pueda ponerse en relación. Este sentido tiene que ser construido, y no es raro que una breve reseña como la que suele aparecer en los medios (argentinos o internacionales) carezca de semejante pretensión. Es útil, en este sentido, contrastar lo que venimos planteando con el análisis de la novela de Enríquez que hace Miguel Vedda en Cazadores de ocasos. [2]

En el apartado titulado “Las pesadillas de la historia”, Vedda establece una serie de relaciones entre la novela de Enríquez (publicada muy poco antes de Cazadores de ocasos) y las mistificaciones propias del capitalismo neoliberal que analiza en todo el libro. A diferencia de las reseñas periodísticas, Vedda pone el acento en la construcción de una perspectiva de clase media que atraviesa las narraciones de Enríquez y que involucra también una serie de concepciones ideológicas sobre la historia argentina reciente. En este punto, la dictadura deja de aparecer solamente como un tema cuya aparición se celebra (típico gesto progresista de los críticos literarios locales) para convertirse en una fuente de tensiones que la novela, en tanto acto simbólico, busca resolver.

Por supuesto, comparar un libro de casi cuatrocientas páginas como Cazadores de ocasos con reseñas periodísticas es injusto para las reseñas. Es interesante notar, sin embargo, algunos pasajes ocasionales en los que Vedda también llama la atención sobre la “efectividad” del estilo:

La selección de los episodios [históricos] mostrados o aludidos en la novela es tan significativa como las ausencias. Vívida en la plasmación de las perspectivas de los sectores medios porteños frente a la realidad económica y social de la dictadura y la postdictadura, la novela se aproxima más a los estereotipos cuando se adentra en el mundo de la política, tal como puede verse, por ejemplo, en el tratamiento de la militancia setentista, una realidad a menudo llevada hasta la exageración y la caricatura. La caracterización de los terratenientes también resulta, en general, un tanto esquemática y genérica; solo que su vinculación con lo fantástico y con un mal que excede las dimensiones personales y sociales les otorga a los exponentes de esta clase un atractivo que va más allá de cualquier dimensión naturalista. (p.325)

Podemos preguntarnos si las consideraciones que aparecen en este párrafo sobre la efectividad o el carácter genérico de algunas representaciones son consideraciones estéticas sobre la calidad de la novela, o si son tomadas solamente en relación con el eje de análisis propuesto por el libro. Probablemente un poco de ambas. La efectividad para mostrar las tensiones internas de la perspectiva de clase media en un contexto de neoliberalización es el mayor mérito que Vedda le reconoce a Enríquez (como se demuestra en el análisis del cuento “El chico sucio”), y no es una cuestión meramente estética. No deja de ser cierto, sin embargo, que el análisis de Vedda se basa en el contenido de la novela, y no hay prácticamente observaciones sobre las operaciones formales de Nuestra parte de noche.

Los comentarios sobre el estilo que hacía Sam Byers en The Guardian no tienen, por el contrario, un horizonte de sentido ulterior. ¿Qué significa que Enríquez utilice metáforas poco imaginativas o que no se ocupe de pensar nombres interesantes para las entidades y espacios sobrenaturales que aparecen en la novela? Solo una cosa: que escribe mal. ¿Y qué significa eso?

Sam Byers, según Wikipedia, tiene un Master en Creative Writing. Es posiblemente en ese ámbito donde aprendió cómo no debe ser una metáfora, y por qué es importante nombrar a las entidades terroríficas con originalidad y gracia. Nuestra parte de noche no cumple con esta preceptiva, cuyo peso en el mundo anglosajón posiblemente sea mayor que en nuestro ámbito. ¿Adecuarse a estas normas implícitas es un requisito de cualquier literatura para Byers, o si es algo que se le pide a Enríquez por ser una escritora de “género”? No importa, dice Byers, porque la novela falla tanto por su prosa como por su capacidad para engendrar auténtico miedo.

Vimos hasta acá diferentes formas de acercarse a Nuestra parte de noche y, por extensión, a la literatura: insistencia en la figura autoral (lo que más predomina en la crítica argentina contemporánea), preocupaciones ligadas a la representación de un trasfondo histórico (la omnipresencia del tópico de la dictadura en los comentarios sobre la novela) y juicios de valor como los de Gandolfo y Byers sobre aspectos más generales o puntuales del estilo. La cuestión del género “terror” está permanente resaltada solo para ser “justificada” mediante su puesta en funcionamiento para decir cosas importantes sobre la Argentina (Enríquez dijo en una entrevista “Un relato de terror en Argentina no es un relato de género. Porque sigue habiendo desaparecidos, y los huesos son un asunto político”). Vimos también como en el texto de Vedda algunas percepciones sobre la efectividad de la novela flotaban entre juicios de valor y crítica de la ideología.

Lo que este modesto panorama de la crítica parece poner en evidencia es cierta resistencia a la reflexión sobre la forma, o al menos a una reflexión sobre la forma que no caiga meramente en las preceptivas del gusto. Por ejemplo: creo que Byers hace una observación muy válida al llamar la atención sobre las denominaciones poco creativas que existen en Nuestra parte de noche (e incluso me animaría a decir que esta observación sola merece más atención que el cúmulo de entrevistas repetitivas sobre los gustos musicales de Enríquez), pero si la cuestión se limita a una preferencia estética, su interés no deja de ser reducido. Si en vez de “La Oscuridad” la novela denominase a esa fuerza malévola con construcciones rimbombantes (digamos, “Malvrikah Duhr”), no faltarían lectores que se sentirían desmotivados por esto mismo.

Quizás, como lectores de literatura y de crítica, hemos perdido la voluntad de ir a pedirle al estilo algo más que estímulos placenteros o displacenteros. ¡El contenido está tan a mano! No parece requerir de ninguna expertise para el crítico ni una exigencia desmedida para el lector. Paradójicamente, buscar la vitalidad en la forma es separar la literatura de la vida, y en un contexto histórico en el que la literatura está conectada a un respirador artificial, nadie puede darse semejantes lujos.

Notas

[2El libro fue reseñado por Guadalupe Campos en Luthor #49