¿Leer o interpretar?

Un diálogo con Nicolás Garayalde sobre teoría literaria y teoría(s) de la lectura

por Revista Luthor

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Nicolás Garayalde es docente en la Universidad de Córdoba, investigador de Conicet e investigador asociado del Centre de Recherche Interdisciplinaire sur les Modèles Esthétiques et Littéraires (Universidad de Reims, Francia). Además de varios artículos sobre teoría literaria, publicó los libros Las conveniencias de la no lectura (Comunicarte, 2014) y Por una crítica intervencionista (Nube Negra, 2021). Los/as editores/as de Luthor leímos su artículo “¿A dónde va la teoría literaria?” y en base a eso iniciamos el diálogo que reproducimos acá:

Revista Luthor [RL]: En tu artículo “¿A dónde va la teoría literaria?” planteás que el porvenir de la teoría literaria está en la teoría de la lectura. ¿De qué manera ves que este futuro se manifiesta en las instituciones y reflexiones del presente?

Nicolás Garayalde [NG]: Me parece que ese futuro se manifiesta hoy, a grandes rasgos, de manera semejante a como se manifestaba en el momento de la constitución de la disciplina: es decir, bajo una formación de compromiso entre fuerzas en pugna. Por supuesto, el modo en que se produce esta tensión de fuerzas hoy no es el mismo que el que aparece a principios del siglo XX, y habría que historizar su evolución para comprender las particularidades y el estado actual de la situación.

La historia de la teoría literaria (al menos como me parece que es interesante leerla) está atravesada por una tensión inicial, que encontramos ya en “El arte como artificio” de Shklosvki, entre la necesidad de delimitar un objeto y las fuerzas que lo desestabilizan. Estas fuerzas son, me parece, esencialmente de dos tipos: las que se ligan al problema del lenguaje (es decir, de su naturaleza retórica en el sentido tropológico) y las que se ligan al problema de la lectura. La retórica y la lectura son las dos grandes dificultades que tiene el campo de los estudios literarios para su anhelo de base: la constitución de una ciencia de la literatura con un objeto delimitado y una metodología adecuada. ¿Por qué? Porque una y otra, lectura y retórica, exhiben las razones por las cuales ese objeto resulta en cierto punto inaprensible y resiste a cualquier instrumentalización metodológica. Una y otra, para decirlo en otras palabras, ponen en evidencia la falta de fundamento trascendental de toda interpretación.

En los últimos años, lo que yo he tratado de hacer en mis investigaciones es leer la historia de la teoría literaria desde esta hipótesis, buscando identificar a lo largo del siglo XX las distintas estrategias que se utilizaron para conjurar esas fuerzas que amenazan con desintegrar el proyecto de una ciencia que está en el germen de la disciplina.

¿Cuáles fueron esas estrategias? Hay que ver caso por caso. Pero también se pueden observar ciertas generalidades.

Por ejemplo, en cuanto a la lectura, durante mucho tiempo se trató de una estrategia represiva: por eso Hans-Robert Jauss, en su lección inaugural en la Universidad de Constanza, no duda en hablar del lector como el “componente hasta entonces reprimido”. A lo largo de la primera mitad del siglo XX, para decirlo con una periodización un poco grosera, la denuncia de la “falacia afectiva” aparece como el soporte defensivo de una crítica inmanente que, dando por resuelto, o más bien evitando los problemas epistemológico y ontológico del objeto literario, expulsa la implicancia de la lectura en la elaboración de la obra.

Con la retórica, en cambio, la estrategia es un poco más sofisticada durante este período, y más que de una represión podríamos hablar de un intento de apropiación y neutralización: se busca ponerla a disposición de los propios intereses, es decir, se somete la retórica a la metodología de la explicación del texto. Esa es una jugada interesante, aunque indudablemente esté condenada al fracaso. Pero tiene su astucia y a mí me parece fascinante cómo se da esa tensión en el New Criticism. Me parece fascinante porque ahí se exhibe de una manera espectacular ese fenómeno que atraviesa toda la disciplina en las propuestas de I. A. Richards y de William Empson (que era su discípulo). En el caso de Richards, la retórica era una herramienta hermenéutica, en cuanto permitía despojar la obra literaria de los ornamentos detrás de los cuales aparecía el sentido, sobre todo ahí donde las figuras presentaban el problema de la ambigüedad. Es decir, la retórica podía ser una herramienta que conduzca a la explicación del texto y la revelación de su unidad orgánica. Y con Empson, que se propone atacar ese problema de frente, en Seven Types of Ambiguity, se termina por poner en escena la resistencia de la retórica a someterse a una metodología. Empson termina por exhibir, paradójicamente, de qué modo la naturaleza retórica del lenguaje desestabiliza el objeto. Entonces, en el caso de la retórica, durante ese período formal-estructuralista que impera en la primera mitad del siglo XX, la estrategia aparece como más sofisticada respecto a la lectura, que se somete más bien a una suerte de represión a secas.

Pero a la vez esto último no es del todo cierto, y habría que matizarlo, porque durante ese mismo período, sólo que en una tradición ligada más bien a la estética y a la filosofía, vemos una operación semejante de apropiación y de neutralización del problema de la lectura en la fenomenología de Roman Ingarden, que comparte con los formalistas (que recibieron la influencia de Husserl) una misma posición inicial: es decir, un enemigo en común (la psicología) y la pretensión de establecer lo distintivo de la obra literaria, su “esencia”, con el propósito de delimitar el fundamento de una ciencia. En Ingarden, este proyecto se desarrolla en esa obra monumental compuesta en dos tomos escritos con más de tres décadas de distancia: La obra de arte literaria (de 1931, y que en la edición alemana tiene por subtítulo: Una investigación desde la frontera entre la ontología, la lógica y la ciencia de la literatura) y La comprensión de la obra de arte literaria (que es de 1968). Es un trabajo enorme el que hace ahí, porque no evita para nada el problema de la lectura (el de la percepción, digamos), sino que se trata precisamente de un intento de abordar el estatuto de la obra literaria tanto desde la ontología (definiendo cuál es la esencia de ese singular objeto) como desde la epistemología (tratando cómo lo conocemos, cómo lo percibimos, cómo lo comprehendemos). En ese gesto, a su vez –sin negar la dificultad que tiene para la definición de lo esencialmente literario el hecho de que una obra sea una estructura multiestratificada incompleta que necesita de la concreción del receptor–, procura conjurar la fuerza implosiva de la lectura mediante una regulación, por así decir, de sus límites de acción. Es decir, como la retórica en el New Criticism, Ingarden procura elaborar una estética en la que la lectura es el complemento necesario para la experimentación de la organicidad de la obra (y destaco esto porque la metáfora del objeto literario como organismo está presente tanto en los nuevos críticos norteamericanos como en Ingarden, que dedica un parágrafo del segundo tomo a justificarla).

La estrategia de Ingarden es sin embargo un poco excepcional, y en todo caso aparece con más fuerza en el modo en que la hereda la estética de la recepción alemana a partir de la década del 60, y junto a ella otras tendencias de lo que me gusta llamar “el giro a la lectura”, como es el caso de la semiología de Umberto Eco. Es decir, contra lo que se podría suponer, yo creo que la teoría de la recepción (para diferenciarla de la teoría de la lectura) es un intento de conjurar la fuerza desestabilizadora de la lectura una vez que la estrategia represiva pierde potencia. Ahora bien, ¿por qué ocurre este cambio de estrategia a partir de los años 60? ¿Por qué la represión formal-estructural cede lugar a la apropiación y neutralización que vemos en gran parte de la teoría literaria que se produce en la segunda mitad del siglo XX? Hay motivos de distinta índole, y no quiero extenderme mucho sobre esto, pero tiene que ver con fenómenos que exceden lo estrictamente disciplinar, que involucran cuestiones institucionales y sociales, así como técnicas (en la medida en que la transformación en los dispositivos de recepción de las obras artísticas, pero también de los medios de comunicación, ponen en evidencia prácticas donde el papel de la recepción se torna más evidente). Hay también, por supuesto, razones ligadas a la inercia teórica de las ciencias humanas en general (que empiezan a sufrir la constatación de que los proyectos que les dieron nacimiento tienen graves problemas, empezando por la relación entre el sujeto y el objeto).

Si me permito hacer esta brevísima, y un poco abrupta, retrospectiva de la relación de la teoría literaria con los problemas de la retórica y de la lectura, es porque para responder a su pregunta me parece necesario identificar de qué modo la disciplina hoy está lidiando con esos problemas, fundamentalmente con el de la lectura. Y lo que creo es que hoy estamos en la modalidad de formación de compromiso de apropiación y neutralización que se consolidó en los 60 y 70: es decir, una modalidad en la que se reconoce el problema de la lectura y se concede valor a la dificultad epistemológica del hecho literario, pero en el marco de acción de una metodología instrumental.

Entonces, si uno revisa los programas de asignaturas como Teoría literaria –trabajo que ustedes hicieron extensamente para el caso de la UBA–, lo que aparece relativo a la lectura es, mayormente, la teoría de la recepción alemana, es decir, propuestas que regulan todo potencial peligro de impugnación de la ciencia literaria. Lo que en cierto modo es comprensible, porque la teoría literaria tal como la planteo (es decir la teoría literaria que se transforma en teoría de la lectura) supone enseñar no los fundamentos metodológicos de una ciencia de la literatura, sino las razones por las cuales tal ciencia es imposible. Es decir, desde este punto de vista, la Teoría de la lectura, ¿qué es? Es la narración del fracaso (y sus motivos) del proyecto inicial de la Teoría literaria.

Pero incluso cuando el problema de la lectura se plantea de manera explícita, incluso cuando existe un reconocimiento de la lectura como un problema ineludible en el estatuto ontológico del objeto literario, pareciera que sus efectos se ignoran, reduciendo la cuestión a una suerte de epifenómeno, es decir, sin consecuencias para las prácticas efectivas de la crítica y la enseñanza literarias. Y me parece que se produce en esos casos un desfasaje notable en las carreras de Letras (por lo menos hasta donde conozco) entre materias como Teoría literaria y materias metodológicas o histórico-literarias, donde lo que prevalece –hasta donde conozco, insisto, y hasta cierto punto seguramente estoy haciendo una generalización algo imprudente– son perspectivas bien estructural-formalistas, bien ligadas a la semiótica, a la sociocrítica o a los Cultural Studies. Es decir, formas de aquello que se podría llamar “crítica instrumental” –sobre todo ahí donde los programas se adecuan a la corrección política o a las modas intelectuales.

Cuando yo planteo que el provenir de la Teoría literaria es la Teoría de la lectura estoy expresando una suerte de deseo, pero también la constatación de lo que creo es el devenir lógico de la disciplina –lo que no significa que ocurra, porque la propia disciplina viene resistiendo a la lectura desde sus inicios. Sin embargo, a la vez me parece evidente que la cuestión está avanzando en esa dirección, que el objeto de los estudios literarios tal como se pensó en la primera mitad del siglo XX ha estallado y que en los últimos 50 años se ha producido la emergencia de un campo de estudios que heterogénea e interdisciplinariamente establece las bases de una Teoría de la lectura entendida como una epistemología negativa de los estudios literarios: es decir, una reflexión en torno a la imposibilidad de conocer el objeto literario más allá de la particular construcción que establece cada acto de lectura. No puede sorprender entonces que una perspectiva semejante sea resistida en las instituciones educativas, porque de algún modo está enseñando, paradójicamente, que la lectura no es enseñable. En Rosario, durante un buen tiempo, Juan Ritvo dictó en la carrera de Filosofía una asignatura llamada Teoría de la lectura que me parece es un poderoso ejemplo de esta enseñanza paradójica. Basta ver el título del libro que se editó al recoger algunas de sus clases para advertirlo: No hay teoría de la lectura.

Ahora bien, que la Teoría de la lectura suponga el relevo de la Teoría literaria como forma de dar cuenta de la imposibilidad de una ciencia de la literatura no significa sin embargo abandonarse a una suerte de imposibilidad de la crítica y la enseñanza literarias. En absoluto. Y creo que, en ese sentido, también podemos ver hoy tendencias que piensan la crítica y la enseñanza literarias a partir de una teoría de la lectura como ciencia de lo Inagotable, como decía irónicamente Barthes. Yo veo esas tendencias en críticos y profesores como Michel Charles, Marc Escola, Jacques Dubois, Sophie Rabau o Pierre Bayard, es decir autores que a través de una reflexión epistemológica que sitúa al objeto literario como lógicamente posterior a la lectura, que dando cuenta de la falta de fundamentos del proyecto de la Ciencia de la literatura, apelan a un retorno a la retórica (aunque no la de las figuras, sino la retórica de la progymnasmata, es decir de la reescritura de los textos literarios), haciendo de la crítica y la enseñanza no modos de ser una interpretación instrumental al servicio de una cultura del comentario, sino modos de ser de la cultura retórica que diluye la frontera entre la lectura y la escritura, entre el comentario y la literatura. En otras palabras, estos autores fundamentan sus críticas retóricas (que son reescrituras ensayísticas de la obra que toman como objeto) a partir de lo que enseña la Teoría de la lectura: esto es, la falta de fundamento trascendental de toda lectura. Por eso el ensayo “¿A dónde va la teoría literaria?” es un texto que yo pensé y escribí como articulado a otros dos, que forman una suerte de trilogía: “¿A dónde va la crítica literaria?” (que apareció publicado en 2021 en el libro Por una crítica intervencionista, editado por Bulk-Nube Negra) y “¿A dónde va la enseñanza literaria?” (que estoy escribiendo en este momento).

RL: Sin ánimos de que nos resumas el artículo en el que estás trabajando, ¿podés comentar algo de cómo estás imaginando esta enseñanza basada en una concepción de la lectura que es contraria a su sistematización? La cuestión resulta particularmente problemática por la distancia que planteás respecto de lo que llamás “crítica instrumental”. ¿Es posible (o deseable) una enseñanza de la teoría que la aleje por completo de su instrumentación?

Esta pregunta por la instrumentalización que hacen me parece clave, porque introduce tangencialmente una cuestión muy problemática en nuestro campo, y en cierto modo visible en la organización de los planes de la carrera de Letras: las relaciones entre la enseñanza de la teoría, de la metodología y de la literatura.

Creo que sería necesario acá hacer una distinción al interior del término “teoría”. Yo suelo distinguir entre Teoría literaria (en singular, que asocio a la Teoría de la lectura, es decir, a la epistemología de los estudios literarios) y Teorías literarias (en plural, y que asocio a las llamadas escuelas, es decir, a un conjunto de ideas sistematizadas sobre la literatura que involucran en general una metodología determinada: formalismo, estructuralismo, sociocrítica, etc.). En general, y creo que en esto estaremos de acuerdo, lo que se enseña en las carreras de Letras (y también a veces en la enseñanza media) es la teoría en el segundo sentido. Es decir, la enseñanza de marcos teórico-metodológicos a partir de los cuales leer la literatura.

No sólo se enseña así la Teoría literaria, sino que en general encontramos asignaturas donde esta concepción está explicitada en el mismo título, como “Teoría y metodología literaria” o “Teoría y análisis literario”, que parecen pensadas en términos de articulación: esto es, un conjunto de saberes a disposición de un método que configura un modo particular de hacer crítica.

Cuando yo sugiero que el futuro de la Teoría literaria debería ser el de la Teoría de la lectura, estoy acentuando la necesidad de enseñar una epistemología de los estudios literarios, y en este sentido me animaría a decir que es posible y deseable alejar la enseñanza de la Teoría de modalidades de instrumentalización. Me parece que cuando la Teoría literaria se enseña ligada a una metodología, como un instrumento de lectura, en cierto punto se atenta contra su función principal, que es cuestionar toda naturalización del saber respecto de la literatura y toda domesticación del potencial social y subjetivante de la lectura literaria. Todo método tiende en cierto modo a una naturalización del saber, es decir a borrar sus condiciones de producción y construir un sistema de validación que lo perpetúe.

En esto no estoy siendo nada original, por supuesto. Retomo ideas que están presentes ya, por ejemplo, en Antoine Compagnon, que hace una distinción entre Teoría literaria y Teoría de la literatura, y señala que la primera es el incesante cuestionamiento de la ideología de la segunda. Entonces, diría que es deseable mantener una actitud de constante tensión con la metodología y, por tanto, con la instrumentalización de la literatura. Pero diría también que no se puede ir mucho más allá de esa actitud, de esa consciencia crítica del modo en que la ideología atraviesa la Teoría de la literatura, porque ni bien comenzamos a leer, ya estamos dentro de la ideología. Pero la enseñanza de la Teoría, a mi modo de ver, debería consistir, precisamente, en un primer momento de lucidez, por así decir, acerca de la fatalidad de la lectura: que siempre será situada, que siempre será ideológica. Y esto por dos motivos: motivos ligados al sujeto de la lectura (su condición histórica, psicológica, social, etc.) y motivos ligados al texto, es decir, al hecho de que todo texto es ilegible en el sentido de que está siempre habitado por fuerzas que impiden su identidad, que resisten a cualquier interpretación, que ponen al sentido, como decía Paul de Man, en incesante vuelo. Y estas fuerzas son de naturaleza retórica, retórica en el sentido tropológico.

Por eso, la Teoría de la lectura y su enseñanza, tal como la imagino, es interdisciplinar: exige un retorno de la retórica tropológica (es decir, me parece que se debería enseñar cómo las figuras socavan toda interpretación del texto, cómo todo texto está habitado por aporías, disfuncionamientos, restos, que impiden hacer una interpretación sin que al mismo tiempo aparezcan evidencias que la subviertan); y exige también una enseñanza ligada al sujeto de la lectura (en sus dimensiones sociológicas, psicoanalíticas, históricas). En otras palabras, la enseñanza literaria basada en la Teoría de la lectura debería implicar una Teoría del texto y una Teoría del sujeto que nos recuerde incesantemente que no existe un fundamento trascendental de la lectura, que toda lectura está condenada a una suerte de violencia y de fracaso hermenéutico, que toda lectura es ideológica en la medida en que no se sostiene sobre un fundamento natural que la valide, sino que su validación la construye ella misma a partir de sus propias estrategias y presupuestos (como encarnación de un saber, de una metodología, de una teoría, de una visión de mundo).

Entonces, ¿es posible una enseñanza que aleje la teoría de su instrumentalización? Diría que es, en parte, su desafío: denunciar incesantemente todo intento de instrumentalización de la literatura y exponer las condiciones por las cuales todo texto resiste a esa instrumentalización.

¿Es deseable? Yo creo que una enseñanza que empiece por ahí sitúa a los alumnos y las alumnas en una posición muy diferente frente al texto, una posición, si se quiere, de humildad, de hospitalidad, lo que implica, para usar el título de un libro de Hillis Miller, una ética de la lectura. Esta ética es muy sencilla, está determinada por un imperativo que supone que toda lectura debe responder a una condición doble y paradójica: procurar dar cuenta de la alteridad del texto (su alteridad radical, lo que el texto tiene para decirme como entidad autónoma de mi propia lectura, como objeto trascendental a mi lectura, para emplear una expresión fenomenológica) y a la vez asumir (lo que hace de este responder una responsabilidad) que esa alteridad me es inaccesible, y que por lo tanto toda lectura la pervertirá.

Ahora bien, no creo que sea deseable que nos detengamos ahí, que la enseñanza se limite a los mecanismos por los cuales se pone en evidencia que el conocimiento (incluido el de la literatura) es en cierto modo imposible. Una vez que se previene de esto, estamos en condiciones de avanzar en los modos en que se producirá esa perversión del texto, el modo en que se lo usará (en el sentido de que, por las razones señaladas, toda interpretación, como planteaba Richard Rorty, es uso). Y acá aparece otra modalidad de su pregunta, a partir del otro sentido de teoría: ¿es posible (y deseable) una enseñanza de las Teorías literarias (en plural, por oposición a la Teoría literaria en singular) alejada por completo de su instrumentalización?

Quizás sería necesario aclarar primero lo que entiendo por instrumentalización, que no es sinónimo exacto de uso, es más bien una de sus formas. Yo llamo crítica instrumental a la que usa la literatura como vía de reproducción de su propio saber, de su propio sistema, de su propia visión de mundo (algo cercano a lo que Barthes llamaba “crítica ideológica”), en desmedro del texto literario y condenando a la lectura de lo mismo en todas partes. Te pongo un ejemplo con el que estoy muy familiarizado: las lecturas psicoanalíticas de la literatura. ¿Qué hace la crítica psicoanalítica de la literatura? Diría que hace lo mismo que encontramos en general en las perspectivas “externas”: se reproduce a sí misma, muchas veces al punto del total aburrimiento. Porque pareciera que cuanto más sistemática es la lectura, cuanto mayor consolidación tiene la teoría desde la cual se lee, mayor es la violencia –inevitable– que ejerce sobre el texto, mayor es la fuerza de su visión y ceguera. En consecuencia, se vuelve más o menos predecible lo que una lectura psicoanalítica (y sus corrientes internas) le hará decir al texto: “¿todo un minucioso análisis para llegar finalmente, otra vez, a Edipo?”, como decía Yvone Belaval. Con esto no quiero decir que las lecturas de este tipo no sean deseables, ciertamente lo son, porque muchas veces nos enseñan mucho… pero de psicoanálisis. En todo caso, serán deseables para los psicoanalistas, y por eso en general yo soy muy crítico con lo que las lecturas psicoanalíticas pueden ofrecer a la crítica literaria. Más bien, pienso que el psicoanálisis es muy necesario e interesante para pensar la epistemología de los estudios literarios (es decir, la enseñanza de la Teoría de la lectura), pero no para leer textos literarios.

Y esto no sólo pasa en las llamadas “críticas externas”, es decir las que importan un saber, como el psicoanalítico, al texto, para replicarse hasta el paroxismo, para usar la literatura como caso, como evidencia, como representación; me parece que también en las críticas inmanentes vemos un proceso similar, quizás con otra lógica, por ejemplo la de cierta reificación del método que a mi modo de ver no tiene ningún interés para el uso de la literatura. La “crítica estructural” se reveló pronto como una ideología de muy fácil instrumentalización: basta ver lo que se hace en la enseñanza de la metodología estructural, donde se produce una suerte de “aplicacionismo” consistente en la imposición de un sistema sobre la diferencia del texto, al punto de que en los estructuralismos más radicales aparece hasta una suerte de matematización de la obra que traduce la lengua literaria a la lengua estructural. Esa traducción es una instrumentalización, y no es sorprendente que resulte tan exitosa pedagógicamente, que la enseñanza media se haya apropiado tanto de esta metodología: es eficaz, pero su eficacia radica precisamente en taponar la singularidad del encuentro con la literatura y ofrecerse como un modelo de repetición.

Ciertamente, no puede haber una posición que opere por fuera del saber. Si creyese que eso es posible estaría asumiendo que existe un modo de ser de relacionarse con la literatura libre de ideología; supondría creer que existe una forma de leer capaz de ocupar un lugar de no-saber permeable a la alteridad del texto. Pero asumir esta condición, no significa que toda relación con la literatura funciona al modo de lo que entiendo por instrumentalización. Habría que distinguir entre dos grandes formas de relacionarse con la literatura que han existido históricamente y que señalé al pasar antes: la cultura del comentario (que es propia de la ciencia de la literatura como explicación del texto, y que ha imperado en la enseñanza moderna de la literatura) y la cultura retórica (que no pretende explicar el texto literario, sino usarlo como pretexto para producir más literatura). En otras palabras: una actitud hermenéutica frente a una actitud poética. Se podría decir que la crítica instrumental es propia de la cultura del comentario, mientras que lo que podríamos llamar crítica poética o simplemente escritura es propia de la cultura retórica. Y se podría decir que es posible pasar de una a otra, sobre todo porque parte del andamiaje que soportaba la cultura del comentario es lo que la Teoría de la lectura viene a subvertir, cuestionando los fundamentos trascendentales de la explicación del texto.

El pasaje a una cultura retórica era un anhelo ya existente en el ensayito de Genette “Retórica y enseñanza”, de 1966. Genette lamenta ahí que en cierto momento, durante el siglo XIX, la enseñanza de la retórica como imitación de los textos literarios para producir más literatura fuera reemplazada por la Historia, como consecuencia de una ambición de producir una ciencia de la literatura capaz de “explicar” las obras literarias. El resultado de esta sustitución, para Genette, es que se perdió la dimensión poética de la enseñanza literaria, es decir la idea de que enseñar a leer literatura era enseñar a producir más literatura, era enseñar a escribir. Habría así un uso retórico de la literatura, enmarcado en la retórica de la imitación y de la variación, que habría que retomar, en donde, a diferencia de la cultura del comentario, no se pretende traducir la lengua literaria a la lengua de la teoría desde la que se lee, sino que se trata de producir otra versión posible del texto. En Barthes también encontramos un deseo semejante, por ejemplo en “Reflexiones sobre un manual”, donde propone pasar del texto como objeto de explicación al texto como espacio de lenguaje, como pasaje a una suerte de digresión. Es lo que Marc Escola llama la pedagogía de los textos posibles.

A mí me parece particularmente interesante la implementación de una enseñanza de este tipo, porque supone una modalidad de encuentro con el texto literario que conjura la repetición de lo mismo, que pasa, digamos, de la Interpretación (que en su peor versión es la instrumentalización) a la Escritura, es decir de lo igual a lo diferente. En cierto modo, la crítica se apropiaría acá del atributo que los formalistas encontraban como singular de la literatura: la desautomatización. En algunos casos, incluso, puede llevar a prácticas de subjetivación que serían imposibles en una enseñanza y crítica instrumentales. Pienso, por ejemplo, en la propuesta de Norman Holland en la Universidad de Nueva York, que durante los ’90 coordinó una asignatura a la que llamó Seminario Délfico, donde se trabajaba de la siguiente manera: se proponía un texto literario bajo la consigna de leerlo evitando todo tipo de conceptualización que recurra a una teoría conocida y aplicable, basándose en la regla de la asociación libre, para producir otro texto que funcionase al estilo de un registro de lectura, de bitácora impresionista, de carácter ensayístico, que implicara sin tapujos al propio sujeto (su historia, sus deseos, sus temores), con la esperanza de que en el encuentro transactivo entre la alteridad del texto y la singularidad del lector ocurra algo que produzca fenómenos de subjetivación (y en última instancia de conocimiento de sí, aunque en esto me parece un poco ingenua su posición, pues se basa en la concepción egopsicoanalítica del Yo como una unidad orgánica).

Esto no significa, insisto, que la crítica instrumental pierda validez o interés. Creo que la evaluación del interés se vincula también a la coyuntura: hay ciertos momentos en que las doctrinas desde las cuales se lee y enseña literatura pueden ser interesantes en términos políticos. Pero hay que saber que ahí ya estamos en otro tipo de relación con la literatura. Y, sobre todo, hay que recordar incesantemente que esa relación, como toda relación con la literatura, no tiene ningún fundamento trascendental, que toda su validez es autoproducida.

RL: Varias cosas de las que proponés resuenan fuerte en la memoria de quienes cursamos Teoría y Análisis Literario con Jorge Panesi y sus continuadores directos en la carrera de Letras de la UBA. El texto de Paul de Man ciertamente era bibliografía obligatoria y la perspectiva derridiana favorecía el señalamiento de aporías irresolubles por oposición a la enseñanza de cualquier método instrumental de análisis. La resistencia al "aplicacionismo" es muy fuerte, pese a que casi nadie en la práctica enseña a aplicar teorías en el sentido más instrumental actualmente en la carrera en la UBA (al punto de que podría considerarse una falencia de la carrera). También en base a esa experiencia es que nos preguntamos si apuntalar la importancia de la subjetividad del lector y la imposibilidad de alcanzar un sentido definitivo y trascendental no viene acompañado de problemas pedagógicos y epistemológicos. Si partimos de una epistemología de la imposibilidad y vamos hacia su confirmación en cada interpretación, ¿qué queda en el medio?

Yo diría más bien que es en la lectura, y no en la interpretación, donde se da esa suerte de repetición de la imposibilidad del conocer. Esta distinción me parece importante, porque opone la teoría de la lectura a la hermenéutica, es decir, pone en tensión la epistemología de los estudios literarios con la cultura del comentario.

Pero no querría que se me malinterprete: como señalaba antes, sin querer sonar repetitivo, yo no digo ni creo que haya que quedarse en una epistemología negativa de los estudios literarios. Yo creo que esa es la función que tiene que cumplir la Teoría literaria, pero creo también que hay un más allá. Se trata de una suerte de división del trabajo. Lo que sucede en la enseñanza, me parece, es que hay una ansiedad precipitada por ir hacia ese más allá, por el terror que produce la suspensión de la interpretación, o por la resistencia mil veces denunciada que se le opone a la teoría, por lo que podríamos llamar la angustia del escepticismo. La consecuencia es que la Teoría literaria se convierte en un marco de fundamentación de metodologías del estudio literario, en lugar de funcionar como una epistemología escéptica que opere siempre como una crítica a todo fundamento. Por eso yo insisto primero que la Teoría literaria tiene que ser escéptica, y ese escepticismo se basa en una epistemología negativa, es decir una Teoría de la lectura. Esto no quiere decir condenar toda enseñanza y toda crítica a una confirmación repetitiva de la imposibilidad. Esa tarea sólo le corresponde al teórico literario, que es una monstruosidad aberrante, un tipo mal llevado, que constantemente recorta el piso que sustenta toda interpretación, que incesantemente se corre de su lugar de enunciación para denunciarlo. Es una tarea en cierto modo imposible, porque no tiene durabilidad ni lugar, porque no existe un lugar y un tiempo desde el cual enunciar el relativismo: por eso Stanley Fish dice, en el famoso ensayo “¿Hay un texto en esta clase?”, que si bien el relativismo es una posición que uno puede sostener, no es una que pueda ocupar. Y por eso la ironía es la figura paradigmática de la Teoría literaria. Ahora bien, este gesto de incesante autoimpugnación se fundamenta en la Teoría de la lectura como puesta en escena de la imposibilidad de conocer por motivos ligados al objeto (lo que Paul de Man, Hillis Miller o Derrida llaman “ilegibilidad”) y al sujeto (lo que, desde el psicoanálisis, Pierre Bayard llama “no-lectura”). Este es el programa que yo pienso para una disciplina como Teoría de la lectura. Es algo en lo que vengo trabajando hace mucho en el cruce entre retórica y psicoanálisis, y que no se reduce en el caso de la retórica a la tropología demaniana. Por ejemplo, en un ensayito que dediqué a la elipsis y los límites internos del texto (pensando en el problema de los lugares de indeterminación), traté de mostrar cómo las figuras del relato que propone Genette vuelven al texto un objeto inabordable, que multiplica infinitamente los lugares de indeterminación.

Sin embargo, insisto, y para retomar su pregunta, esto no significa que la enseñanza y la crítica tengan que reducirse a ese gesto de afirmación de la imposibilidad. Por eso en el ensayito “¿A dónde va la teoría literaria?” yo termino adhiriendo a esa aporía derrideana de lo “imposible pero necesario”. Es verdad que cuando se lee a Paul de Man, por ejemplo, sobre todo el de Alegorías de la lectura, se tiene la impresión de que la lucidez se consume en la exposición de la ilegibilidad. Pero el propio de Man tiene una posición que va más allá de esa negatividad en el ensayo que le dedica a Montaigne en 1953, donde por un lado señala el pirronismo axiomático que lleva a decir que lo único que se puede conocer es la imposibilidad de conocer, pero por otro, a la vez, destaca un gesto de más, un plus, que es la escritura ensayística de Montaigne, la escritura a pesar de todo. Hay una frase de Paul de Man en ese ensayo, justamente al pensar el problema del estancamiento al podría llevarnos la afirmación de la imposibilidad del conocer, que resulta muy precisa para pensar stu pregunta: “El ritual es lo que queda de la moralidad cuando ésta se vacía de absolutos”. Entonces, si partimos de una epistemología de la imposibilidad y vamos a su confirmación –acá me permito reformular su pregunta, sacando la palabra interpretación– mediante una puesta en escena de la ilegibilidad (del texto) y la no-lectura (del sujeto), ¿qué queda en el medio? En “La retórica en cuestión”, yo propuse una reversión de la frase de de Man que podría, creo, responder esta pregunta: “el ritual de la escritura es lo que queda de la moralidad de la lectura cuando ésta se vacía de absolutos”. ¿Qué significa esto?

La Teoría de la lectura es precisamente la encargada de vaciar de absolutos la lectura, de tensionar toda apropiación moral. Incluso aunque no haya “aplicacionismos” en el peor sentido de la palabra (aunque me permito dudarlo, porque ya he visto que muchas veces, aún ahí donde se dice resistirlo, se lo implementa), toda interpretación decanta en un uso moral de la literatura. Y acá viene algo en lo que pienso mucho: ¿hay algún modo de no caer en una moral de la interpretación sin tener que condenarse a la suspensión de todo acto, al pirronismo axiomático, al puro gesto escéptico, al vertiginoso espiral de la ironía? ¿Existe una escritura ritualística que sobreviva, digamos, éticamente al vaciamiento de los absolutos de la moral de la lectura? ¿En qué consistiría?

Hillis Miller plantea que la ética de la lectura supone dos retóricas: una retórica tropológica (es decir, la que le interesa a Paul de Man, la que se emplea para exhibir la ilegibilidad) y una retórica de la persuasión, que está ligada precisamente a ese más allá de la imposibilidad del conocimiento, a la escritura de la lectura a pesar de, una escritura-ritual, podríamos llamarla, que funciona al modo de una novela de lectura. Es lo que se puede llamar también, como les decía anteriormente, una retórica de la progymnasmata. Para Miller enseñar a leer tiene que implicar enseñar a escribir, recurriendo no sólo a la enseñanza retórica de la imitación, sino también a la mezcla de géneros. Es la línea de lo que podemos llamar “críticos-escritores”, según la expresión de Todorov, que incluía ahí, por ejemplo, a Blanchot o a Barthes (y que en Argentina, y siguiendo un poco en esto a Panesi precisamente, podríamos pensar para el caso de algunos textos de Josefina Ludmer o de Nicolás Rosa, y más recientemente Alberto Giordano). Es decir, escrituras críticas que mediante diversos recursos se precipitan hacia el ensayo, la mezcla de géneros, la autobiografía, los relatos, y conjuran –o procuran hacerlo– la moral de la interpretación.

Por otro lado, esta ética de la lectura supone, del lado del sujeto, una misma problemática aporética: la exhibición de la no-lectura (es decir, de la imposibilidad de leer por razones que tienen que ver con el sujeto) y la simultánea afirmación de un más allá que intenta constantemente producir una subjetivación en la escritura. Pierre Bayard avanzó mucho en esta dirección al pensarse como personaje de novelas que lee o al escribir ensayos donde se imagina como un personaje de situaciones experimentales: no se trata de subjetivismo (que decanta, sí, en el psicologismo de un Norman Holland y la afirmación de la identidad, como en los impresionistas); se trata más bien de la tensión de subjetivación y desubjetivación, entre lo que no cesa de escribirse y lo que no cesa de no escribirse, como dice muy lacanianamente Bayard. El hecho de que el sujeto nunca esté ahí donde se escribe no significa, de nuevo, que eso nos condene al silencio. A pesar de eso, la escritura funciona como un más allá de esa imposibilidad y actúa con efectos subjetivantes.

A mí me ha interesado particularmente el caso de Pierre Bayard porque creo que en él vemos un intento paradigmático de esta relación de lo “imposible pero necesario” que lleva a una escritura muy particular, lo que él llama “ensayos fantásticos”. Si uno lee los primeros libros de Bayard, se encuentra con textos donde retórica y psicoanálisis están muy presentes como herramientas de una Teoría de la lectura. Casi todos los ensayos que publica en la década del 90 pueden leerse como una Teoría de la lectura pensada en términos de una epistemología negativa, desestabilizando cada concepto y habilitando así un mecanismo lúdico inescrupuloso que para muchos es muy irritante. Y a medida que ese trabajo avanza, a medida que se desarrolla esa Teoría de la lectura que recorre los problemas más importantes de la Teoría literaria, su ensayística se va desplazando cada vez más hacia un género un poco bizarro, ligeramente travieso, que combina teoría, crítica y literatura, como en el proyecto romántico, pero llevado a límites impensados, donde con la excusa del humor y la falta de fundamento de toda lectura se llegan a producir operaciones críticas de carácter fantástico. Entonces, si, por ejemplo, a lo largo de los ensayos tenemos una reflexión que procura subvertir la versión empirista e intencionalista del autor, si asume la idea de Maurice Couturier, en el camino de Barthes, de que el autor es una figura imaginaria de carácter textual, Bayard se permite, mucho más lejos que Sade, Fourier, Loyola, una crítica biográfica que cruza las vidas de Tolstoi y de Dostoievski bajo la hipótesis de que son los pseudónimos de un mismo escritor empírico (que es una ficción, como todo autor), al que llama Tolstoievski (L’énigme Tolstoïevski). O se permite seguir la premisa borgiana de cambiar el autor de la obra, como hace en Et si les oeuvres changeaient d’auteur? Son trabajos de mucho ingenio, y las consecuencias interpretativas son interesantes (y divertidas), lo que lleva en otros casos a verdaderas reversiones de los textos literarios, como hace con una novela de Dumas en Aurais-je suavé Geneviève Dixmer?, donde directamente reescribe partes del texto, o en Comment améliorer les oeuvres ratées?, donde propone modificaciones en textos literarios que considera malogrados. Quizás el efecto de estos ensayos sea por momentos literariamente pobre, porque Bayard es muy ingenioso, es muy inteligente para leer, pero no es buen escritor, o al menos a mí no me parece buen escritor. Pero ese es otro asunto, que no repercute en el interés de su empresa.

Yo creo que Bayard muestra que la academia se toma demasiado en serio su propio trabajo de enseñanza y crítica, y que por eso mismo se toma muy poco en serio la literatura.

Cierro volviendo una vez más a su pregunta, a riesgo de parecer insistente, recordando una frase de Pascal que está como epígrafe de Alegorías de la lectura, y que me gusta mucho por lo sugerente que es, una frase en la que pienso con frecuencia: “cuando se lee demasiado lento o demasiado rápido, no se entiende nada”. Yo creo que leer demasiado lento sería quedar suspendido en la vertiginosa espiral de la ironía que sólo afirma la imposibilidad de leer. No se puede entender ni comprender si sólo afirmamos las razones de la ilegibilidad y la no-lectura. La Teoría de la lectura no permite comprender (pero es necesaria). Leer demasiado rápido es caer en la moral doctrinaria de la lectura, es casi lo inevitable (y es lo más común por eso): llegue o no a la caricatura del aplicacionismo, ¿no es moralizante lo que hace la sociología de literatura, el psicoanálisis de la literatura, los estudios culturales, el feminismo, la historia de la literatura, la semiología, el estructuralismo, la sociocrítica, etc.? En todo caso, si hay “comprensión” (sin entrar ahora en los problemas que implica hablar de “comprensión”), no es de la literatura, porque como dice un gran poeta como Jean-Pierre Siméon, quien comprende rápido no comprende sino lo que ya sabe. ¿Cuál sería el tempo ético de una lectura que comprende algo más de lo que sabe? Yo creo que es la que hace un “pasaje a la narración”, para usar una expresión de Panesi. Ese es, me parece, el ritual que queda una vez que se ha pasado por la Teoría de la lectura y ahí es a donde debería también apuntar la enseñanza y la crítica: a una suerte de novela de la lectura.