El triunfo de la muerte

Género y escatología en El fin de la muerte de Liu Cixin

por Mario Rucavado

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El triunfo de la muerte, autor desconocido, Palazzo Abattelis de Palermo, ca. 1446

El fin de la muerte es la novela final de la trilogía de los tres cuerpos de Liu Cixin. [1] Aunque el nombre oficial de la trilogía es “El recuerdo del pasado de la Tierra”, la mayoría de los lectores se refieren a ella por el título de la primera novela, El problema de los tres cuerpos. Dicho eso, en El fin de la muerte vemos el por qué del nombre oficial: el punto de vista de la narración se sitúa después de la destrucción no solo de la Tierra y de todo el sistema solar, sino del universo mismo. A lo largo de la novela encontramos fragmentos de un libro de historia, “Un pasado fuera del tiempo”, escrito por la protagonista, Cheng Xin, y toda la trilogía se convierte, de este modo, en un epitafio, el memorial de una Tierra que ya no existe.

En ese sentido, la traducción del título puede resultar engañosa: El fin de la muerte (equivalente a la versión en inglés, Death’s End, y en portugués, O fim da morte) sugiere, sobre todo para una mente occidental, algún tipo de salvación, mientras que el original chino es Sǐshén yǒngshēng, que literalmente significaría algo así como “Muerte eterna” o “Muerte inmortal” (como la traducción al francés: La Mort inmortelle [2]). No se trata del fin de la muerte, ya que esta triunfa, sino del fin que le da la muerte al universo que habitamos y a todas sus criaturas. [3]

Un breve resumen de la saga de Liu: en El problema de los tres cuerpos la humanidad entra en contacto con una civilización extraterrestre (Trisolaris) decidida a invadir el sistema solar y tomar posesión de la Tierra. En El bosque oscuro, Luo Ji descubre la naturaleza de las relaciones interestelares, que se basan en el principio de la destrucción mutua asegurada. En este universo hobbesiano, ninguna civilización está a salvo de ninguna otra debido a la posibilidad de saltos tecnológicos repentinos y la imposibilidad de confiar en las demás. El “bosque oscuro” del título remite a esto: cada civilización es el lobo de las otras, y la única estrategia viable es esconderse y, si hay contacto con otra, atacar primero. Gracias a este descubrimiento, Luo Ji es capaz de chantajear a los trisolarianos y obligarlos a entrar en una tregua inestable bajo el supuesto de que, si se transmitiera su ubicación al resto del universo, ambas civilizaciones enfrentarían la destrucción más o menos inmediata a manos de civilizaciones aún más avanzadas.

Este universo superpoblado de civilizaciones despiadadas es uno de los principales logros de Liu, que proyecta una imaginación cósmica bien anclada en la historia humana. Frente a la paradoja de Fermi (si hay vida extraterrestre, ¿por qué no la vemos?), Liu responde que ninguna civilización que se precie querría ser hallada por las demás porque correría el peligro de ser exterminada, como le ocurrió a los pueblos americanos precolombinos ante los imperios europeos. Una vez que la Tierra y Trisolaris lo saben y se establece un mecanismo de destrucción mutua asegurada, la referencia histórica pasa a ser la Guerra Fría, con su amenaza constante de destrucción nuclear. El fin de la muerte transcurre, durante buena parte de su narrativa, bajo estas condiciones.

De las novelas a la alegoría

El fin de la muerte es la culminación de la trilogía, pero en un aspecto clave es distinta de las dos novelas anteriores: la especulación pasa a un primer plano en desmedro de la tensión narrativa. Si bien toda la trilogía puede pensarse como una narrativa de ideas, donde los personajes están subordinados a un planteo conceptual y las pasiones no mueven la trama, en las dos primeras novelas Liu logra crear personajes complejos cuyas acciones tienen una lógica interna. Acá, en cambio, pese a ser la más extensa de las tres, los personajes son mucho más planos y la peripecia cede frente a la crónica cósmica. El resultado es un libro que resulta satisfactorio en la medida en que el lector se deja absorber y convencer por el despliegue de las ideas y la especulación mítico-cosmológica en vez de los personajes, sus pathos y sus acciones.

Seguramente habrá lectores mejores calificados que yo para analizar las representaciones de género de Liu, pero son tan burdas que no hace falta demasiada sagacidad. La protagonista de la novela, Cheng Xin, es un compendio de estereotipos femeninos, y su antagonista, Thomas Wade, una representación del impulso más bestial y agresivo, pensado acá como masculino. Hay dos momentos cruciales en la novela donde Cheng Xin debe tomar una decisión que podría costar vidas humanas y elige no hacerlo, condenando a la humanidad como un todo; en ambos casos, se señala explícitamente que Wade hubiese hecho lo contrario: que hubiese hecho lo correcto. Esta visión de la mujer particularmente decepcionante si pensamos que en la misma trilogía Liu fue capaz de darnos a un personaje femenino como Ye Wenjie, quien en la primera novela es responsable del contacto inicial con Trisolaris que traerá tantas desgracias a la Tierra (luego se convierte en una líder en la Organización Terrícola-Trisolariana). Pero resulta fácil de entender si pensamos la novela en clave alegórica: Cheng Xin como el instinto amoroso y compasivo (leído como femenino), Thomas Wade como el instinto agresivo de conquista (leído como masculino).

El sistema de disuasión establecido en El bosque oscuro (la destrucción mutua asegurada mediante la transmisión de coordenadas) requiere que un ser humano, el portador de la espada, tenga en sus manos el dispositivo que activa la transmisión intergaláctica que, al revelar la posición de Trisolaris, llevaría en breve a su destrucción. La idea es que los trisolarianos, al ser conscientes de esa posibilidad, cesen su agresión contra la Tierra, del mismo modo que la posibilidad de un contraataque nuclear es lo único que puede disuadir a un poder nuclear de realizar su propio ataque. [4] Durante décadas el portador de la espada fue Luo Ji; cuando llega el momento de elegir al sucesor, la población humana debe decidir entre una figura maternal como Cheng Xin y figuras masculinas, duras y amenazantes como la de Thomas Wade. Cheng Xin resulta la elegida y el resultado es inmediato: Trisolaris no cree que Cheng Xin active el transmisor y desata un ataque que destruye la capacidad de contraataque de la Tierra, preparando el terreno para una segunda invasión. Ya desde este momento se plantea de manera muy directa que para sobrevivir en el bosque oscuro hace falta violencia masculina, no instinto maternal.

Esto se ve reforzado más adelante en un diálogo particularmente revelador (un tanto burdo, de hecho). Muchos años después Cheng Xin y Wade se enfrentan de nuevo, esta vez en torno a la decisión de recurrir a la violencia para obligar a las autoridades humanas a aceptar un desarrollo tecnológico potencialmente salvador pero que estaba prohibido por ley. Cheng Xin elige evitar la confrontación porque hubiese costado vidas humanas y Wade le dice: “Si perdemos nuestra naturaleza humana, perdemos mucho; pero si perdemos nuestra naturaleza animal, lo perdemos todo.” La respuesta de Cheng Xin (“Me quedo con la naturaleza humana”) aparece como un nuevo error trágico, la incapacidad de comprender que, frente a un universo que constituye un bosque oscuro donde impera la ley de la selva, Wade tiene razón en abrazarse a la naturaleza animal.

El espejismo fremen

En este y otros momentos, Liu parece adherir al tropo según el cual los tiempos duros producen “hombres de verdad”, mientras la civilización no genera más que decadencia feminizada, lo que el historiador estadounidense Bret Deveraux ha llamado el espejismo Fremen (tomando el nombre del pueblo desértico de Duna para representar una serie de clichés sobre los llamados “bárbaros”), y que puede resumirse en esta frase (atribuida a G. Michael Hopf): “Los tiempos duros crean hombres fuertes. Los hombres fuertes crean buenos tiempos. Los buenos tiempos crean hombres débiles. Los hombres débiles crean tiempos duros.” [5] O este meme:


Así, la novela subraya la necesidad (y la ausencia) de lo masculino o viril en el contraste de las épocas que atraviesa la humanidad. En los momentos de mayor esplendor material, cuando la humanidad alcanza una especie de bienestar general, la apariencia de hombres y mujeres tiende a coincidir en una feminización general y los hombres adoptan una imagen poco varonil. En cambio, en los momentos más desafiantes resurge la masculinidad, vista como cierta tosquedad necesaria, que Liu sin duda considera como una virtud: “Los hombres que habían desaparecido durante la Era de la Disuasión habían regresado. Aquella era otra era capaz de producir hombres.” (énfasis mío).

Cabría preguntarse si esta no es la razón por la que Liu no imagina un protagonista nacido en el futuro. La primera novela transcurre íntegramente en tiempos contemporáneos (aunque comienza durante la Revolución Cultural china), lo que después será denominado como la “Era Común” (frente la “Era de la Crisis”, la “Era de la Disuasión”, etc.); la segunda empieza en el presente pero termina al comienzo de la Era de la Disuasión, más de 200 años en el futuro. La tercera podría haber seguido a partir de entonces pero Liu elige volver al comienzo de la Crisis Trisolariana para mostrarnos los nuevos protagonistas, también de la Era Común.

Como estrategia narrativa tiene sentido; sin duda es más fácil mostrarnos lo que ocurre a través de los ojos de alguien que creció en un mundo más o menos cercano al lector. Pero no deja de ser una oportunidad perdida para imaginar una subjetividad distinta; es como si Liu no pudiera imaginar una mentalidad que no sea de esta época, y por eso los seres humanos del futuro rara vez tienen un lugar relevante ni son capaces de acciones decisivas en un sentido u otro. [6] Cuando en la segunda novela la humanidad sufre su primera derrota frente a Trisolaris, los nacidos en el último siglo de prosperidad, acostumbrados a una vida sin privaciones, sufren un pánico masivo, y quien toma las riendas de la sociedad para evitar una descomposición total es la gente (los hombres) de la Era Común.

Todo esto redunda en una posición netamente conservadora, no solo frente a los roles de género sino a la sucesión generacional. Durante toda la trilogía quienes ocupan el mando y están en primer plano son hombres y mujeres de la Era Común, la era de Liu (y de nosotros). Y, sobre todo en El fin de la muerte, los hombres actúan como hombres (voz de Clint Eastwood) y las mujeres como mujercitas, con proyecciones sociales no del todo verosímiles. Cuando Cheng Xin es designada como portadora de la espada, por ejemplo, se supone que es sintomático de la feminización general de una humanidad que, arrullada por la prosperidad, en muy poco tiempo pierde de vista el peligro existencial que supone Trisolaris, pese a haber sufrido una derrota catastrófica menos de un siglo antes. Es como si en la Guerra Fría los Estados Unidos o la Unión Soviética hubiesen tomado medidas de desarme unilateral cuando, en la realidad histórica, ambos países (con sistemas políticos y estructuras sociales muy diferentes) vivían en un estado de paranoia permanente (y a pesar de la prosperidad alcanzada). [7] En momentos como este los supuestos ideológicos de Liu parecen triunfar sobre la verosimilitud narrativa.

El fin de la muerte lidia con el destino final del universo y la civilización humana. Su escala la empuja a la especulación mitológica, y es posible que eso explique los esencialismos de género: Cheng Xin aparece como una especie de Madre de la Humanidad porque no estamos lidiando con personas de carne y hueso sino con la encarnación de ideas trascendentes. Es una lástima que esas ideas sean tan anticuadas.

El pecado de Caín

Hay un elemento que, aunque también tiene aristas problemáticas, complica esta visión de las relaciones de género y concierne a la escatología, el arco general de la “historia cósmica”. Si bien no ocupa un primer plano, en la visión total de la novela el devenir del universo puede verse como una caída desde un estado edénico, compuesto por hasta diez dimensiones macroscópicas, a uno cada vez más degradado, que culminará en la muerte cuando el universo se reduzca a una sola dimensión y la velocidad de la luz llegue a cero. Y la culpa, como en el Génesis, la tiene la serpiente, la ciencia, así como el aspecto cainita de la vida inteligente.

Al comienzo de la novela, antes incluso de conocer a nuestra protagonista, Yang Dong (científica hija de Ye Wenjie, responsable del primer contacto con Trisolaris) le pregunta a un compañero de laboratorio (Ding Yi) si la vida no es prueba de un diseño inteligente, ya que los parámetros para su existencia (desde la posibilidad de que haya agua hasta las condiciones que siguieron al Big Bang) son tan improbables. Ding Yi responde que la vida es menos frágil de lo que ella cree: de hecho, la vida moldeó la Tierra y sin ella nuestro planeta sería un desierto sin océanos. Yang Dong se pregunta si algo así podría suceder con el universo: ya que hay incontables civilizaciones, ¿cómo influirá su existencia en el devenir cósmico, si es que tiene algún efecto?

No hay una respuesta inmediata; de hecho, durante buena parte de la novela la pregunta parece olvidada. Pero cuando nos llega la respuesta resulta totalmente desoladora, acorde con el pesimismo general de la trilogía. Ya que si el ejemplo que da Ding Yi es relativamente alentador (el surgimiento de la vida hace de la Tierra un planeta más rico y dinámico), el efecto de las civilizaciones avanzadas en el universo es el contrario: son la causa de su decadencia y eventual muerte.

En la segunda parte de El fin de la muerte, dos naves espaciales se encuentran con un espacio de cuatro dimensiones; adentro, hay una serie de artefactos que parecen haber sido abandonados por otra civilización. La impresión es que son una especie de memorial, el epitafio de seres desaparecidos a la manera del poema “Ozymandias” de Percy Bysshe Shelley, donde un viajero habla de un monumento arruinado en medio del desierto, el último vestigio de un imperio olvidado (del mismo modo que el libro “Un pasado fuera del tiempo” constituye, dentro de la novela, el epitafio de la humanidad). La existencia de espacios de cuatro dimensiones resulta un enigma: en un primer momento los humanos no saben si se trata de una avanzada sobre el universo tridimensional o más bien de los últimos restos de un universo más complejo. La “conversación” con uno de los artefactos alienígenas sugiere lo segundo: “Cuando el mar se seca, los peces tienen que reunirse en un charco. El charco también se está secando, y todos los peces van a desaparecer.”

Más adelante (en la cuarta parte) tenemos la confirmación de que fueron seres inteligentes quienes “secaron” el mar: cuando una civilización más avanzada descubre la Tierra y ejecuta un ataque siguiendo la doctrina del bosque oscuro, el instrumento que destruye el Sistema Solar lo hace mediante el colapso del espacio tridimensional en dos dimensiones. Los seres humanos que logran escapar llegan a la conclusión (siguiendo la hipótesis de la teoría de cuerdas de que en su nivel más básico el universo está compuesto por trozos de cuerda vibrante que tienen diez dimensiones “enrolladas” para que parezcan tres) de que el universo alguna vez tuvo diez dimensiones a nivel macroscópico, pero a causa de las guerras se volvió cada vez más simple, ya que las civilizaciones más avanzadas desarrollaron la capacidad de usar las leyes de la física como armas.

En esta especie de Edén primigenio (el término lo usa la propia novela, aunque no sé si fue una elección de Liu o de los traductores) la velocidad de la luz habría sido casi infinita. Es imposible imaginar el nivel de complejidad y la riqueza del universo entonces; lo que ven los personajes cuando se asoman a apenas una cuarta dimensión les resulta maravilloso, y el universo originario tendría seis más. Y la razón explícita de su degeneración es la violencia: diferentes civilizaciones, al entrar en guerra y usar las leyes de la física como armas, fueron demoliendo dimensión tras dimensión hasta llegar a tres; en un capítulo de la novela (también en la cuarta parte) que muestra a la civilización que destruirá el Sistema Solar, se plantea la posible necesidad de adaptarse a una vida en dos dimensiones para triunfar en una guerra contra otro mundo. Tenemos, así, un relato de la Caída producida por la violencia de la vida inteligente. Acaso la miserabilidad absoluta planteada por Calvino no esté muy lejos. [8]

Por un lado, esto complica la narrativa de género que domina la novela. En esta versión, la Caída no es culpa de Eva (aunque Cheng Xin no la deja muy bien parada) sino de la serpiente, ya que es el conocimiento (la ciencia) la que permite modificar utilizar las leyes de la física como armas. Sobre todo, la culpa sería de Caín, de Thomas Wade y sus semejantes, aquellos cuyo instinto animal de dominio los lleva a alterar la constitución básica del universo para obtener una ventaja que les permita triunfar en la lucha hobbesiana por la supervivencia. Son ellos los que en una sucesión de victorias pírricas le amputaron cada vez más dimensiones al universo con tal de ganar una guerra donde todos se ven perjudicados. [9] En ese sentido, las acciones de Cheng Xin, aunque perniciosas desde el punto de vista de la supervivencia de la humanidad, tienen el mérito de ir a contrapelo del impulso general destructivo que arrastra el universo a su muerte.

La novela postula que eventualmente el universo dejará de expandirse y se contraerá hasta generar otro Big Bang, tras lo cual quizá surja un nuevo universo de diez dimensiones, un nuevo estado edénico. Imposible saber si se trata de una especie de Apocalipsis o del comienzo de otro ciclo de destrucción en esencia idéntico al anterior. Dado el pesimismo de la trilogía, lo segundo es más probable. A la cosmovisión hobbesiana que gobierna las relaciones entre civilizaciones (el homo homini lupus a escala intergaláctica), y que ya proyectaba un universo bastante lúgubre, se yuxtapone una visión casi calvinista del devenir cósmico, donde los seres inteligentes son responsables por la pérdida del antiguo universo edénico.

Si este artículo se concentró en aquellos aspectos que me resultaron menos satisfactorios de la obra de Liu, no quiero concluir sin aclarar que siento una profunda admiración por toda la trilogía: su alcance cósmico, lo sofisticado de sus especulaciones, la imaginación épica que despliega a la hora de postular futuros posibles para la humanidad y el universo. Quizá sean estas mismas características, presentes en las dos primeras novelas, las que, llevadas acá al paroxismo, explican parte de mi malestar frente a la conclusión de la trilogía, mi decepción al encontrar una escatología conservadora al final de la historia. Que nuestro universo sea la ruina que dejaron incontables guerras, y nuestras dimensiones meros escombros de un palacio mucho más rico, sin duda es una idea potente, pero el moralismo implícito es chocante. No estamos frente a una consciencia que no podemos entender (como el océano planetario de Solaris o el monolito de Odisea en el espacio, inteligencias que nos exceden), sino a una lógica absolutamente familiar: las fuerzas que destruyen el universo a una escala que difícilmente podemos soñar se comportan de forma humana, demasiado humana, y la única alternativa que queda es esperar a la muerte térmica y apostar a la siguiente ronda.

Notas

[1Cito por la edición en español traducida por Agustín Alepuz Morales, pero originalmente leí la traducción al inglés de Ken Liu.

[2Las versiones en alemán e italiano no mencionan la muerte sino que sugieren una trascendencia temporal (Jenseits der Zeit, “Más allá del tiempo”) o física (Nella quarta dimensione, “En la cuarta dimensión”).

[3En un momento de la novela un personaje dice “Todo desaparece en este mundo, pero la muerte es eterna”, en referencia clara al título (en chino son los mismos ideogramas, 死神永生, Sǐshén yǒngshēng).

[4La disuasión nuclear ha sido objeto de muchos análisis, ya sea desde la teoría de juegos, la teoría política o incluso la psicología. Un elemento central del que se sirve Liu es que la percepción de la posibilidad de contraataque es más importante que su realidad; ver Bret Deveraux, “Nuclear Deterrence 101” y Cheryl Rofer, “Deconstructing Deterrence”, para una explicación más amplia.

[5El biografismo suele aburrirme, pero me resulta difícil no imaginar esta postura francamente reaccionaria de Liu como la respuesta de alguien que creció en un momento en que China era un país mucho más pobre y ahora ve nuevas generaciones disfrutando de una mayor comodidad material.

[6El personaje más relevante nacido después de la crisis trisolariana es AA, amiga de Cheng Xin que, paradójicamente, tiene posiciones más cercanas a las de Thomas Wade, pero que no puede tomarse como representativa de su generación (ya que, de serlo, Cheng Xin no habría sido elegida como portadora de la espada).

[7Pueden encontrarse ejemplos históricos de países que subestimaron amenazas externas y en consecuencia fueron sometidos, pero la única instancia de superpotencias enfrentadas a (y conscientes de) la posibilidad de exterminio a manos de un rival de poder equivalente o superior (la posición de la Tierra frente a Trisolaris) se desarrolló de manera diametralmente contraria a lo que plantea Liu, durante un lapso de tiempo comparable. La Era de la Disuasión dura 62 años en la trilogía mientras la Guerra Fría duró 45 años, y la era nuclear lleva casi 80 sin que las grandes potencias (EEUU, Rusia, China) pierdan de vista la amenaza existencial que cada una representa para las demás. Por supuesto que Liu no tiene ninguna obligación de imitar la historia, pero dada la lógica hobbesiana que propone resulta chocante cuando la trilogía se aparta de la realpolitik.

[8¿Tiene sentido encontrar elementos cristianos en una novela escrita por un autor que no es cristiano ni pertenece a la cultura occidental? Posiblemente no, pero leída en esta parte del mundo es difícil no hacerlo, sobre todo cuando estos elementos son operativos.

[9En esencia, es como si en la Tierra fallara la disuasión nuclear y las grandes potencias destruyeran el planeta con tal de no ser derrotadas. En defensa de Liu, si asumimos una cantidad de tiempo suficientemente grande la posibilidad de un error de cálculo que desemboque en un apocalipsis nuclear sería cada vez mayor, quizá inevitable (el término “destrucción mutua asegurada” no es baladí).