Comenzar a pensar la incoherencia y la contradicción
Comenzar a pensar la incoherencia y la contradicción
Cada sábado por la noche Televisión Registrada se deleita mostrando videos de figuras televisivas y exponiendo sus evidentes contradicciones. Entre las favoritas del ciclo se encuentran Mirtha Legrand y Jorge Rial. Dependiendo de las cambiantes coyunturas y respondiendo a la demanda de variación perpetua del discurso televisivo, no es difícil encontrarlos expresando opiniones absolutamente opuestas con muy poco tiempo de distancia entre ellas, o haciendo un día lo que el día anterior calificaron de abominable. [1]
La exposición de esta contradicción es para TVR una suerte de denuncia ante la cual los implicados sienten que deben defenderse, negándola, por más evidente que sea. Muchas veces sugieren que se los interpretó mal y que en realidad siempre fueron coherentes, si se los lee "correctamente", en un nivel más profundo. Otra estrategia favorita es el ya famoso "me sacaron de contexto". En cierta forma, esa excusa es acertada: este tipo de programas no puede comprenderse en términos de coherencia, de expresión de una opinión, sino simplemente en función de su contexto. Rial o Mirtha dicen simplemente lo que se les ocurre en el momento, usualmente reproduciendo otros discursos que circulan socialmente y que son fácilmente asimilables y transmitibles. Rial no sostiene ninguna convicción, sino opiniones momentáneas, que se adaptan a la coyuntura. Pero por suepuesto que a los denunciados no se les ocurre replantearse si acaso esas contradicciones deben ser entendidas dentro de las reglas del tipo de discurso en que se insertan, porque de alguna manera implicaría descalificarse en su lugar de enunciadores.
En este artículo me gustaría poner en duda y tratar de comenzar a historizar los supuestos que sustentan el procedimiento de TVR. No pretendo de ninguna manera una apología de la "televisión basura", sino entender la constitución y los efectos de la convicción (casi el prejuicio me animaría a decir) de que la incoherencia es una falta, una mentira o una canallada. Esto tal vez pueda servir para repensar la forma en que recibimos y comprendemos textos que parecen escapar a a ese horizonte conformado por la coherencia textual.
La pregunta central es de una gran amplitud: ¿por qué la exposición de la contradicción se constituye en una denuncia? ¿Por qué nos resulta tan inmediatamente reprobable? De alguna manera todos suponemos intuitivamente que no ser coherente implica una suerte de falsedad. Suponemos que un ser humano sólo puede sostener realmente una posición, por lo cual entre dos proposiciones contradictorias una debe ser una mentira y una traición a su VERDADERA opinión y por lo tanto a su propio YO.
Como sucede con casi todo, podemos echarle la culpa de esta convicción al romanticismo. La gran revolución del romanticismo es que las obras artísticas pasan a ser consideradas esencialmente la expresión una subjetividad, una reproducción del "alma" del artista, de su "yo". Abrams se refiere a esa transformación como el paso de las teorías miméticas del arte (cuando el arte representa la naturaleza) o pragmáticas (cuando el arte pretende enseñar, instruir o adoctrinar a su público) hacia las teorías expresivas:
la tendencia central de la teoría expresiva puede resumirse así: una obra de arte es, esencialmente, algo interno que se hace externo, resultante de un proceso creador que opera bajo el impulso del sentimiento y en el cual toma cuerpo el producto combinado de las percepciones, pensamientos y sentimientos del poeta. (Abrams, 1962:39)
En este sentido, la obra debe ser tan coherente como el propio yo. La exaltación de la subjetividad es al mismo tiempo la exaltación de la obra unitaria. Dos pasajes que se contradicen implican que en uno de ellos el autor ha mentido, ha traicionado su integridad artística.
Sin embargo, dentro del romanticismo encontramos también una tendencia opuesta a la exaltación de la obra unitaria. Y es que la obra incoherente y caótica es expresión de una subjetividad partida y dividida, característica, para muchos, de la modernidad. Hoffmann, autor paradigmático de un romanticismo ya un tanto tardío, puede servir de ejemplo.
Sus cuentos expresan una estética previa a las prescripciones de Poe en su ensayo “The philosophy of composition” (1846), quien asociaba la coherencia con la calidad literaria del cuento.
Nothing is more clear than that every plot, worth the name, must be elaborated to its denouement before anything be attempted with the pen. It is only with the denouement constantly in view that we can give a plot its indispensable air of consequence, or causation, by making the incidents, and especially the tone at all points, tend to the development of the intention.
Hay dos aspectos para remarcar de este párrafo. Por un lado, el hecho de que Poe no asume que todo texto es coherente, sino que la coherencia es un artificio que se logra con esfuerzo. Por otro lado, la coherencia es parte fundamental del efecto estético de una obra de arte.
Hoffmann, aunque en muchos aspectos predecesor de Poe, parece representar todos las características de los tipos de relatos que Poe critica, en los cuales:
Either history affords a thesis- or one is suggested by an incident of the day- or, at best, the author sets himself to work in the combination of striking events to form merely the basis of his narrative-designing, generally, to fill in with description, dialogue, or autorial comment, whatever crevices of fact, or action, may, from page to page, render themselves apparent.
Esto se aplica a Hoffmann, pero también, me atrevo a decir, a casi todos los autores alemanes desde el Sturm und Drang hasta muy avanzado el siglo XIX. Sin embargo, ¿hasta que punto debemos tomar las apreciaciones y prescripciones de Poe como verdad absoluta? ¿No habrá también una estética de lo incoherente?
Creo que esa estética puede apreciarse en la novela de Hoffmann Los elixires del diablo, una verdadera oda al caos. Se trata de una obra publicada en 1815, cuyo argumento central reproduce el de El monje de Lewis, pero llevándolo hacia la proliferación y la complejización indetenible. El argumento parece avanzar de manera absolutamente caótica y arbitraria, introduciendo intrigas de manera indiscriminada y repitiéndose hasta el hartazgo. Como lector se tiene la sensación de que la historia se embrolla indefectiblemente y el autor no sabe qué hacer para solucionarla. Los dobles, los asesinatos, los espectros y los parientes se multiplican. Uno puede en vano intentar diseñar el árbol genealógico de la familia del protagonista, pero a causa de los múltiples incestos accidentales y la repetición de nombres quedará solo un confuso laberinto sobre el papel. Asimismo, escenas que parecerían ser el clímax de la historia resultan ser simplemente uno más de sus avatares. Sobre el final de la novela quedan numerosos cabos sueltos y una impresión de caos y desprolijidad absoluta.
¿Cómo leer una obra así? Dificilmente podemos considerarla simplemente como "fallida" teniendo en cuenta su importancia e influencia dentro de la literatura alemana. Evidentemente, fue leída, recibida y apeciada por gente que le reconocía algún encanto estético. Se puede suponer que, en realidad, estas aparentes imperfecciones están ligadas al efecto estético que causa la obra. El caos y la exuberancia argumental son correlativos con el caos de la mente del protagonista, y generan una sensación de desasosiego y deriva muy particular en el lector.
Resumiendo, según el panorama abierto por el romanticismo alrededor del 1800, las obras auténticas son consideradas expresión de una subjetividad, y son tan unitarias o multiples, armoniosas o caóticas como esa subjetividad. Sin embargo, la tendencia que privilegia la unicidad de la obra se impone durante el siglo XIX.
Un ejemplo más de ello es la filología decimonónica. Como objeto de análisis de esta disciplina figuraban una lengua particular y los textos literarios que se consideraban como expresión suprema de esa lengua. No hace falta remarcar la evidente importancia del nacionalismo para la consolidación de esta disciplina.
Una de las sub-disciplinas de la filología es lo que se conoce como crítica textual, es decir la fijación de los textos, especialmente los pre-modernos. Los críticos del siglo XIX, sosteniendo las categorías del romanticismo arriba señaladas, consideraban los textos como expresiones de una subjetividad colectiva en los cuales suponían encontrar las primeras y más auténticas manifestaciones del espíritu de un pueblo.
Un texto medieval, sin embargo, suele estar transmitido en diversos manuscritos que por lo general poseen versiones bastante diferentes del texto. Frente a esto, la respuesta de la filología es suponer que existe un texto original, y que los manuscritos que nos han llegado son corrupciones del mismo y por lo tanto es necesario a partir de esos documentos imperfectos intentar la reconstrucción del original perdido. En las últimas décadas del siglo XX esta concepción comenzó a ser fuertemente criticada y hoy la variación presente en los manuscritos ya no es vista como una corrupción, sino como parte esencial de la manera en que los textos eran transmitidos en la Edad Media, y por lo tanto, valiosa en sí misma.
En resumen, la coherencia es una categoría de gran importancia para la tarea de la crítica textual, incluso hoy en día. Es un criterio esencial para determinar la autenticidad de un fragmento, ya que si este no coincide con el contexto, debe considerarse como un "error". Pero también en la New Philology, que reniega de considerar que hay errores en las tradiciones manuscritas, sino que propone que cada manuscrito debe ser analizado en su propia lógica, coloca a la coherencia en un lugar de privilegio. Lo que se intenta no es ya reconstruir la coherencia de un original a partir de la incoherencia de las copias, sino de entender cada copia como un texto coherente en sí mismo. Es decir, se supone que el texto, para quien lo copió de esa manera debía ser coherente y el crítico debe intentar describir qué sentido poseía esa versión particular.
Es cierto que el análisis de la coherencia de muchos textos rinde frutos. Sin embargo, tiene sus límites y una aplicación indiscriminada puede llevar al delirio, porque no todos los textos tienen intención de ser coherentes e incluso los que sí lo intentan, nunca lo logran absolutamente. Quisiera explicar esto con un ejemplo de un texto extremadamente analizado desde una perspectiva filológica: las epístolas de Pablo de Tarso.
Hay un corpus de epístolas que se considera fueron compuestas (probablemente dictadas) por el ser humano llamado Pablo de Tarso. Suponemos esta autoría por lo que dice la tradición, por la comparación con otros testimonios y también, como todos ya suponemos, por su coherencia interna e histórica.
Otras cartas adjudicadas a Pablo son, en cambio, apócrifas. Es decir, se supone que otros escribieron de manera más tardía textos adjudicándolos a Pablo para dotarlos de mayor legitimidad. Algunos de estos textos ya eran considerados apócrifos durante los primeros siglos del cristianismo. Otros, en cambio, fueron aceptados como auténticos durante muchos siglos hasta que se los analizó en mayor detalle. Ya Erasmo de Rotterdam, por ejemplo, ponía en duda la autoría de Efesios a la que me referiré como ejemplo.
La técnica para determinar la autoría consiste basicamente en comparar la epístola con otros textos cuya autoría resulta indiscutible. Si los textos resultan significativamente diferentes, significa que Pablo probablemente no fue su autor. Así, por ejemplo, se comprueba que el estilo de Efesios es bastante diferente al de las otras cartas, hay, por ejemplo, un porcentaje de oraciones largas mucho mayor.
Por otra parte, también en cuanto al contenido hay importantes diferencias. En Efesios la palabra Iglesia parece referirse a una instutición que agrupa a todos los cristianos y no a las diferentes comunidades organizadas en torno a una casa a las que se refería Pablo. Asimismo, la perspectiva escatológica tan paulina está absolutamente ausente, un signo de que probablemente sea un texto más tardío y su autor no creyera que el fin del mundo estaba a la vuelta de la esquina.
Otros aspecto importante es que la mitad de la carta es una copia literal de una auténtica carta de Pablo, Coloso. Se supone que el verdadero Pablo expresaría sus mismas ideas pero con otras palabras, es decir, sería coherente pero no absolutamente idéntico.
El problema de elevar la coherencia a categoría máxima para determinar la autoría del texto es que incluso las epístolas indisputables no son realmente coherentes entre sí. Lo cual es lógico, dado que Pablo las escribió en diferentes momentos y circunstancias. Cada una de ellas muestra un estado intelectual y una preocupación particular. Asimismo, el análisis detallado de una epístola aislada, también puede presentar contradicciones. Sólo quienes consideran que las ideas de Pablo son expresión de una Revelación divina (y por lo tanto, verdades absolutas y necesariamente coherentes) se niegan a ver esas contradicciones inevitables. Y esa búsqueda de la coherencia a cualquier costo lleva a una suerte de esquizofrenia que requiere a cualquier precio inventar una explicación más profunda, el desarrollo de un delirio hermenéutico que nos permita hacer más aceptable la simple verdad de que la coherencia no está presente en todas las cosas.
El postulado de la necesidad de la coherencia está presente en todas las teorías que podemos llamar hermenéuticas, desde sus orígenes en los Padres de la Iglesia y sus intentos de encontrar un sentido en el caos que es la Biblia. No hace falta ser demasiado sagaz para percibir que la Biblia no es un texto uniforme ni en forma ni en contenido: hay desde enumeración de leyes, hasta poesía erótica, pasando por el relato histórico, la anécdota o la reflexión filosófica. Sin embargo, por ser un texto revelado debería ser coherente, expresar siempre la misma revelación.
Para solucionar este problema se desarrolla un sistema de interpretación, expuesto paradigmáticamente por Orígenes, basado en los niveles de lectura. Si algo parece ser contradictorio en el nivel literal, se debe entender también de manera metafórica. Así es como una serie de poesías amorosas como el Cantar de los Cantares puede ser mejor asimilado con el resto del supuesto mensaje Revelado bajo la forma de un relato en código que se refiere a la relación entre Dios y el Alma, o Dios y la Iglesia.
Durante el siglo XX diversas posturas se alinearon detrás de este mismo paradigma, mientras que otras lo criticaron fuertemente. Dentro de los continuadores de la tradición se encuentran las teorías agrupadas alrededor del “Círculo hermenéutico” (Heidegger y Gadamer, por ejemplo), según el cual la interpretación de un texto siempre surge de la relación entre una de sus partes y la totalidad. Una frase sólo tiene sentido dentro del contexto de la totalidad de la obra y la obra solo puede ser interpretada mediante las partes que la constituyen.
Dentro de los críticos de las teorías hermeneuticas podemos comenzar la lista con Nietzsche y varios de sus seguidores, Bataille, Deleuze y también el post-estructuralismo. Sin embargo, pareciera que usualmente importante más el gesto supuestamente subversivo que el intento de apreciar el funcionamiento y la estética propia de esos textos. Es decir, se trata de olvidar ese texto y reemplazarlo por el propio discurso acerca de la polisemia infinta, de la unificación de todos las interpretaciones dentro del mismo juego prefijado de lineas de fuga... paradójicamente, a veces pareciera que hay más variedad en imaginar un mundo repleto de textos con un sentido cada uno que en uno en el que todos los textos sean infinitamente polisémicos.
Lo que me gustaria en lugar de un gesto vacío de rebelión es pensar categorías que permitan acercarse a textos cuyo horizonte no sea la coherencia y que nos permitan entenderlos en su propia estética. Desarrollar herramientas que nos hagan dialogar con esos textos sin imponerles necesariamente y a priori una supuesta fuerza subversiva. Soy conciente de que la terminología que acabo de usar en estas dos últimas oraciones como “entender”, “estética” y “diálogo” pertenece a la tradición hermeneutica, desde Orígenes a Gadamer, y que me he dedicado a criticar a lo largo de todo este artículo. Y es que mi objetivo no es renegar de ella y de sus logros, sino ampliarla en una dirección que en principio podría parecer contradictoria.
Bibliografía
-Abrams, M.H. (1962). El espejo y la lámpara. Teoría romántica y tradición crítica acerca del hecho literario. Tr. Gregorio Aráoz, Buenos Aires, Nova.
-Poe, E.A. (1846). “The philosophy of composition”. Edición digital: http://xroads.virginia.edu/ HYPER/poe/composition.html
[1] para mostrar solo un ejemplo de estos informes de entre los muchos que aparecen en youtube.com: http://www.youtube.com/watch?v=niav1lev5ig