Un análisis del concepto de ideología a partir de la estética de la recepción
Un análisis del concepto de ideología a partir de la estética de la recepción
El problema que motiva el presente trabajo [1] es la tendencia que persiste aún en determinados estudios, en general más cercanos a la crítica que a la teoría, a considerar la ideología como una serie de voluntades, creencias y enunciados presentes en los textos; es decir, como el contenido-consciente de los mismos. La alternativa a este tipo de trabajo es la búsqueda de la ideología en la forma-inconsciente del texto, que es capaz de evaluar, ya no las expresiones voluntarias, sino los acuerdos tácitos, aceptados involuntaria e inconscientemente. Esta tendencia se explica fácilmente porque, mientras la voluntad consciente de la letra está allí, su presencia es corroborable en sus enunciados y valoraciones, las operaciones por las que la realidad sociocultural interviene en las redes formales de los textos son notoriamente menos visibles. Se intentará aquí establecer algunas pautas que conducen al rastreo de estos elementos, siempre parciales, que hagan algo más nítido su natural carácter esquivo. Sería posible recuperar con este fin la tesis neo-historicista de “seguir el rastro de lo que sólo puede percibirse en los márgenes del texto” (Greenblatt, 1998: 36), en estrecha relación con la idea de Aby Warburg de que “Dios está en los detalles” y con los “indicios” de Carlo Ginzburg. En todo caso, se trata de la idea de buscar en las zonas de menor concentración significante del texto los significados sociales involuntarios. Tal intención sólo puede encontrar su fundamento, insisto, en una concepción adecuada de lo que es la ideología.
Slavoj Žižek ha entendido que “‘ideológica’ es una realidad social cuya existencia implica el no-conocimiento de sus participantes en lo que se refiere a su esencia”, o bien “una formación cuya consistencia implica un cierto no-conocimiento por parte del sujeto” (2005: 339), dando cuenta del carácter inconsciente e involuntario de la manifestación ideológica, como un quehacer no explicitado en la conciencia –es decir, en el lenguaje– que Žižek describe, citando a Marx, con la frase “ellos no lo saben, pero lo hacen” (2005: 346).
La intención de este trabajo es la de indagar en qué medida puede ser útil incluir en estas apreciaciones las tesis de la teoría de la recepción. Wolfgang Iser establece una distinción relevante entre significado y sentido. El significado sería lo interpretable, lo traducible en lenguaje del texto, la verdad de algún tipo que es posible extraer del mismo. En cambio, “El sentido ya no es explicable, sino sólo experimentable como efecto” (Iser, 1987: 28). Los rasgos más puramente ideológicos del texto, considero aquí, se encuentran entonces en su sentido: allí es, dada su inherente inmediatez, donde se juegan todos los presupuestos formales e inconscientes que permiten la comunión entre texto y lector y que los revelan como pertenecientes a una ideología compartida. El significado, siempre conducible y manejable, se conserva más ambiguamente, al menos, en el partidismo, propio de la voluntad consciente más que de la ideología.
Iser argumenta sólidamente que el sentido, equivalente al efecto estético, se produce en la mente del lector, y que por lo tanto el texto escrito no es más que un dispositivo que se realiza en y mediante la lectura: “un texto literario sólo puede desarrollar su efecto cuando se le lee [...] el texto es un potencial de efectos, que sólo es posible actualizar en el proceso de la lectura” (1987: 11). Esa actualización se produce en el momento de la “representación” del texto que produce el lector en el acto de lectura. Tal representación no es arbitraria, sino que despliega potenciales de sentido articulados por el repertorio, que son “las ‘convenciones’ necesarias para la producción de una situación” (Iser, 1987: 117) y las estrategias, que “disponen de las orientaciones que posibilitan una comprensión de la razón por la que se ha originado la selección de los elementos convencionales” (Iser, 1987: 104). De esta manera, en el texto,
Elevar lo no-idéntico a común exige los actos sintéticos de la representación, que discurre como una síntesis pasiva en cuanto que en ninguno de sus pasos tiene lugar una predicación explícita (Iser, 1987: 222).
Considero aquí que esta “síntesis pasiva”, donde se desarrolla el “quehacer inconsciente” de la lectura en el que el lector estructura en una representación los elementos disímiles del repertorio inducido por las estrategias del texto, sólo es posible por la participación común del lector y del texto en ciertos valores y códigos de la cultura, y por lo tanto en la ideología; esa “síntesis pasiva” se condice con esa “formación cuya consistencia implica un cierto no-conocimiento” de la que hablaba Žižek. De esta manera el lector representa un texto, lleva a cabo él mismo el proceso de síntesis que lo realiza, pero con una libertad limitada, ya que está realizando las normas de lectura con las que el texto lo interpela. Si “la ideología representa la relación imaginaria de los individuos con sus condiciones reales de existencia” (Althusser, 2005: 139), el vínculo entre lo literario y lo social en el acto de lectura se da en que esos códigos ideológicos que organizan la representación coinciden, al menos en buena medida, con esa “relación imaginaria”.
Cuando digo que el texto “interpela” al lector estoy también, desde ya, teniendo en cuenta a Althusser, cuando sostiene que “toda ideología interpela a los individuos concretos como sujetos concretos, por el funcionamiento de la categoría de sujeto” (2005: 147).
El momento de la lectura presenta una particular forma de interpelación. Es el momento, según Jauss, en que “el contemplador se libra de sus vínculos con la praxis cotidiana mediante lo imaginario” (2002: 40). Es decir, el momento de la catharsis:
La experiencia estética fundamental de que el contemplador, en la recepción del arte, puede ser liberado de la parcialidad de los intereses vitales prácticos mediante la satisfacción estética y ser conducido asimismo hacia una identificación comunicativa u orientadora de la acción (Jauss, 2002: 43).
Jauss mismo muestra, como se puede observar, que la realidad circundante de la que el receptor se había liberado, vuelve, en la lectura, con signo ideológico:
La liberación [de la praxis cotidiana] por medio de la experiencia estética puede efectuarse [...] –y de este modo la subjetividad se abre a la experiencia intersubjetiva-, al aprobar un juicio exigido por la obra o en la identificación con las normas de acción trazadas (2002: 41).
El esquema social ideológico vuelve, como puede apreciarse en términos como “juicio exigido por la obra”, “identificación” o “identificación comunicativa” y “orientación de la acción”. Vuelve, se agrega aquí, mediante la única vinculación social que permanece estable, real -y en este sentido dice Althusser que “la ideología tiene una existencia material” (2005: 141)-, durante la lectura: el momento de la recepción del texto. Porque además, justamente, es el único lugar en donde permanece presente –y Jauss hace hincapié en esto– la “experiencia intersubjetiva”, constitutiva del momento ideológico (especular) de la interpelación.
¿Cómo se desarrolla este proceso, entonces? Althusser describe el funcionamiento de la interpelación, sosteniendo que la ideología asegura:
1. la interpelación de los ‘individuos’ como sujetos,
2. su sujeción al Sujeto,
3. el reconocimiento mutuo entre los sujetos y el Sujeto, y entre los sujetos mismos, y finalmente el reconocimiento del sujeto por él mismo,
4. la garantía de que todo está bien como está y de que, con la condición de que los sujetos reconozcan lo que son y se conduzcan en consecuencia, todo irá bien (2005: 151-52).
Así, el acto de lectura asegura 1. la interpelación del individuo a situarse en la categoría subjetiva de lector, 2. su sujeción, al menos parcial, a la autoridad del texto, 3. la participación en –y la conformación de– la comunidad lectora por parte del lector y del texto y en una serie de códigos comunes y 4. la certeza de que la “síntesis pasiva” conducirá el tránsito de la lectura por carriles adecuados y satisfactorios.
Una cuestión a tener en cuenta: esta “participación en una comunidad lectora” conlleva la generación de un “campo”, en el sentido que Pierre Bourdieu le da al término. El texto no participa, así, solamente de la ideología reinante, sino que participa y configura una microideología dentro de su propio campo intelectual, que enmarca a una comunidad de lectores. De esta manera, el texto ya no interpela solamente al lector en tanto partícipe de una sociedad-cultura-ideología, sino además en tanto correligionario, copartícipe de los códigos que vinculan, si no a una clase social, al menos a un colectivo cultural. “El creador mantiene con su cultura ilustrada, como con su cultura inicial, una relación que puede definirse [...] como [la] de ‘llevar’ y ‘ser llevado’, y que no tiene conciencia de que la cultura que posee lo posee” (Bourdieu, 2003: 46-47). Es decir, esta participación en el campo, así como era la participación ideológica en la sociedad, es un quehacer inconsciente, y por lo tanto aparece constituido en el sentido del texto, y no en el significado.
La incorporación del concepto de “campo” permite entender la presencia del funcionamiento de la ideología como un dispositivo inconsciente que se activa en el proceso de lectura más allá de la universalidad ideológica (igualmente presente, desde ya) y, por lo tanto, permite comprender desde este tipo de fenómeno la permanente pugna y variación dentro del sistema literario.
El vínculo entre ideología, interpelación y sentido tiende un lazo particularmente interesante con aquello que Williams denominó “estructura del sentimiento”. Para Williams existe una tendencia a estudiar los fenómenos culturales como enunciados explícitos fijos, que encuentran su fundamento en el pasado, y que tanto como pueden ser articulados en fórmulas de comprensión de la realidad social, son elementos estancados de la vida cultural de la sociedad. En contraposición, existe una forma viva de la actividad cultural, mucho más movible e inestable, difícilmente expresable en o reductible a enunciados fijos y concretos, asociada generalmente a la experiencia individual, que actúa en presente y en presencia antes que formalizarse en el pasado, que sustenta las relaciones sociales, y que es lo que Williams llama "estructura del sentimiento".
Ahora bien, volvamos a la diferencia entre significado y sentido que establece Wolfgang Iser en El acto de leer. Allí, el autor se define en una posición contraria a la tradición interpretativa establecida por buena parte de la crítica, sosteniendo que, si descubrir el significado de la obra es sacar un enunciado o una serie de enunciados ocultos de ella a través de una labor interpretativa, la consecuencia necesaria es que una vez alcanzado ese significado la obra se vuelve una cáscara vacía, innecesaria y sin gracia. No es ésta la naturaleza de la literatura, dice Iser, y entonces va a ser necesario poner en el centro del análisis, no los significados posibles de una obra, expresables en ideas fijas y articulables, traducibles a nuevos enunciados verbales, sino el sentido, el efecto estético del texto. "El sentido como efecto produce un impacto, y tal impacto no puede ser suprimido por medio de la explicación, sino más bien hace que ésta fracase. El efecto se produce por medio de la participación del lector en el texto; la explicación, por el contrario, refiere al texto a lo dado en el marco referencial y, como consecuencia, nivela, sustrayendo relieve, lo que nace con el texto de ficción" (Iser, 1987: 28-29).
Quisiera reparar en algunas coincidencias entre los conceptos de ambos autores. Ambos están introduciendo una categoría de carácter presente, un proceso antes que un producto, que se define por la acción operativa de su funcionamiento en el momento en que participa de la experiencia de un sujeto, y que se opone a otra categoría cuyo núcleo funcional se encuentra en el pasado, en la sujeción del sujeto a un sistema de enunciados creado y formalizado en el pasado; mientras Williams opone una siempre presente "estructura del sentimiento" en oposición a las formaciones culturales instituidas en un tiempo pasado, Iser se opone a considerar el sentido de la obra como algo que fue puesto ahí en algún momento pretérito y ahora debe ser rastreado (nada apela más a lo constituido en el pasado que una búsqueda del tesoro) y propone un sentido que existe siempre y solamente en el presente de la lectura, formándose en el hecho estético constitutivo de la lectura. De esto se deduce, naturalmente, que ambos autores están considerando formas móviles, inestables, variables, parametrizables que expliquen cierta indeterminación (cultural en Williams, del sentido en Iser) que pareciera negada por la fijeza de enunciados ya constituidos y excesivamente estables. También se deduce automáticamente que ambos están rechazando un modelo de sujeto pasivo que recibe contenidos y formaciones como paciente inerte de los mismos, y reconocen un carácter necesariamente participativo, conformador en la actividad del sujeto; si Williams habla de la estructura del sentimiento como "los significados y valores tal como son vividos y sentidos activamente" (2000: 154-5), Iser va a poner el acento en que "el efecto se produce por medio de la participación del lector en el texto" (1987: 28), y el punto neurálgico en que ambos van a hacer hincapié es en la experiencia, el centro donde están funcionando los procesos que estos autores estudian es en la experiencia del sujeto, antes que en el mundo aislado de los enunciados racionales, proponiendo así una relación dialéctica del sujeto con la cultura (Williams) o con el texto (Iser).
En este sentido, es fundamental reparar en una coincidencia sustancial entre ambos autores, que es la consideración de una serie de contenidos de valor predominantemente afectivo o actitudinal, que se oponen y no son reducibles a una colección de enunciados racionales, cuya pauta reside en su valor estrictamente semántico y por lo tanto en su verificabilidad lógica de verdad o falsedad. Williams encuentra una estructura afectiva de funcionamiento muy diversa a las formaciones racionales pasadas pasibles de análisis, e Iser se concentra en un efecto estético que se opone declaradamente a la tradición interpretativa, que busca formular enunciados verdaderos explicativos extraídos de la obra. Y en este sentido, en función de lo dicho, hay otro rasgo fundamental en común: ambos autores se refieren a elementos de carácter no verbal. Ni la estructura del sentimiento de Williams ni el efecto estético de Iser tienen forma verbal, no son elementos reducibles o traducibles a lenguaje, sino que por el contrario, por su naturaleza se resisten a la formulación lingüística. Y por último, es posible resaltar que si estas categorías de carácter afectivo, indeterminado e inefable son pasibles de análisis y no se trata del universo de la pura contingencia, es porque ambas están determinadas en función de una estructura, ambas son de carácter sistémico. Dice Williams: "estamos definiendo estos elementos como una ’estructura’: como un grupo con relaciones internas específicas, entrelazadas y a la vez en tensión" (2000: 155), y a su vez afirma Iser:
El texto formulado es [...] más bien el modelo de las indicaciones estructurales para favorecer las representaciones del lector; por consiguiente; el sentido sólo se deja captar como imagen. En la imagen acontece la ocupación de aquello que el modelo del texto deja vacío, pero a lo que da contorno con su estructura. (1987: 27)
Nuevamente la categoría de “interpelación” de Althusser es la clave para justificar el encuentro de ambos textos: están estudiando la forma en que la cultura interpela al sujeto. Williams piensa en la cultura como proceso social, en su sentido más abarcativo, Iser piensa en la cultura desde sus realizaciones particulares, desde el libro como uno de los objetos contingentes que conforman esa cultura. Nótese que Williams encuentra pertinente y especialmente interesante este paso a lo particular:
La hipótesis presenta especial relevancia con respecto al arte y la literatura, donde el verdadero contenido social, en un número significativo de casos, de este tipo presente y efectivo, y sin que ello suponga pérdidas, no puede ser reducido a sistemas de creencias, instituciones o relaciones generales explícitas (2000: 156).
De esta manera, ambos están analizando, entonces, el mismo proceso, la misma situación social: la posición de los sujetos interpelados dialécticamente por la cultura. Y, digamos una vez más, la interpelación es, según Althusser, momento privilegiado del funcionamiento ideológico:
la ideología “actúa” o “funciona” de tal modo que “recluta” sujetos entre los individuos (los recluta a todos), o “transforma” a los individuos en sujetos (los transforma a todos) por medio de esta operación muy precisa que llamamos interpelación (2005: 147).
Se propone aquí, entonces, como vía de acceso al sustrato ideológico de los textos literarios, encarar su estudio no tanto en función de sus representaciones históricas concretas, no tanto en sus reflejos de la realidad social, no tanto en sus consideraciones, conscientes o no, que pueden reflejarse en modelos o enunciados racionales, específicos y explícitos, sino en tanto representantes de una estructura del sentimiento que configuren la ideología en tanto actitud emotiva efectiva y dialéctica de los sujetos frente a los textos. Es decir, concentrarse en los "sentidos" antes que en los "significados". De esta forma es posible, mediante el análisis de los dispositivos de recepción que aparecen en el texto 1. llevar a cabo un análisis social-ideológico del texto, precisando “ideología” en los términos en los que se definió anteriormente, 2. estudiar el funcionamiento del texto dentro del sistema literario de la época y su incidencia en el mismo, 3. explicar adecuadamente las características formales del texto en función de su contexto social y 4. evitar de esta manera rastrear los significados sociales del texto en su contenido explícito, lo que nos impondría las anteojeras de la voluntad autoral consciente, partidista, ocultando el entramado social que se encuentra detrás de la misma. [2]
Quisiera ejemplificar lo expuesto con un análisis llevado a cabo en estos términos de algunas cuestiones en torno de la literatura ejemplar del siglo XIV español. Esta literatura propone un particular modo de lectura, que Maravall describió como desciframiento:
La doctrina medieval, desde muy pronto, sostiene la tesis de que, suscitando ciertos obstáculos ante el que aprende, obligándole a esforzarse en captar el sentido, oscureciendo su aparente enseñanza, el que contempla un ejemplo o caso, se siente atraído a desentrañar su dificultad y, con ello, el saber que de un ejemplo se saca queda más firmemente impreso en quien lo considera”. (1983: 226)
El texto le pide al lector un trabajo hermenéutico para captar el significado (porque en este caso se trata de significados, de una moraleja de carácter verbal). Pero esta interpretación no se corresponde con un proceso creador de significados, sino con la búsqueda de un significado único y monolítico, establecido desde fuera. Si es cierto que “en estos procesos de recepción es preciso distinguir entre un seguimiento en el que se aprende del ejemplo y un cumplimiento mecánico, no libre de una mera observación de reglas” (Jauss, 2002: 81), la literatura ejemplar sería una manifestación clara del segundo caso. Por lo tanto, el trabajo de desciframiento, más que una verdadera hermenéutica, es un ritual interpelador que confirma la participación del lector en la cultura. Este proceso de interpelación, básicamente, constituye identidades: la autoridad, situada fuera de los partícipes de la lectura (no es el lector y está, en algún sentido, ubicada imaginariamente fuera del texto) se constituye en el Sujeto-espejo de la ideología, mientras el lector se convierte en sujeto particular en el proceso de desciframiento, partícipe tanto de la cultura-ideología reinante como del campo cultural específico de quienes detentan la competencia para descifrar esos significados.
En el siglo XIV ese campo se descompone, y eso se ve reflejado en el modo de recepción de los textos que abrevan en la literatura ejemplar. Se puede observar este fenómeno estudiando el elemento que define las pautas de recepción, desde los prólogos, en tres textos fundamentales del período en España: el Libro del cavallero Zifar, El conde Lucanor y el Libro de buen amor [3]. Se trata del tópico de la corteza y el meollo.
Al comienzo del Zifar leemos que “atal es el libro, para quien bien quisiere catar por él, como la nues, que ha de parte de fuera fuste seco e tiene el fruto ascondido dentro” (LCZ: 59). La idea representa, claramente, la forma de interpretación ejemplar de la que hablé anteriormente: el significado no está en la superficie, no se encuentra, y hay que descubrirlo, extraerlo, mediante el trabajo hermenéutico, de su “escondite”. Sin embargo, es difícil encontrar esto realmente en el Zifar: el relato central de la trayectoria de sus héroes no permite una lectura de este tipo (los intentos críticos de lectura alegórica, de Burke (1972) en adelante, se han mostrado forzados, contradictorios e insuficientes), y no es posible ver, al menos claramente, los ejemplos y enseñanzas insertados en el texto resulten ser rectores de los valores desarrollados en el relato. Las moralejas presentes en la obra tienen, más que el carácter de una enseñanza, el de una exposición de la doxa que funciona como señal de participación en una cultura (y, por lo tanto, su valor reside más en lo evidente que en lo escondido) más que como el fruto de un proceso de aprendizaje. Cumple con el efecto estético ritual de la literatura religiosa oral que describe Northrop Frye: “Se identifica la verdad no tanto como afirmación verificable que como afirmación ‘existencial’ de suprema importancia para la comunidad” (Frye, 1992: 28-29). El enunciado no tiene tanto valor por su aplicabilidad práctica ni moral, sino por su capacidad para producir la anagnórisis del lector, el sentido de su participación en la doxa colectiva. El carácter modélico (más que ejemplar) del Zifar se encuentra en el permanente reclamo de admiración hacia las acciones concretas del héroe, en un proceso de identificación que se realiza en el efecto estético del sentido antes que en un posible significado a extraer en el relato.
El conde Lucanor también comienza con una apelación al tópico, al sostener que los “físicos” “mezclan” las “melizinas” para el “figado” con “açúcar o miel o alguna cosa dulce; et por el pagamiento que el fígado ha de la cosa dulce, en tirándola para sí, lieva con ella la melizina quel ha de aprovechar” (ECL: 17). Nótese cómo se subvierte aquí el tópico: la “corteza” no es ya una dificultad que el lector debe desentrañar, sino un “placer” que lo seduce. El lector se encuentra con el aprendizaje a su pesar, en vez de obtener la satisfacción en trabajar para encontrarlo. Don Juan Manuel no solamente no confía en la capacidad de su lector, sino que incluso espera de él una cierta resistencia, que debe vencer con el relato “dulce”. Esta desconfianza se manifiesta en los enxiemplos, en los que Juan Manuel no le deja al lector el trabajo de descifrar su enseñanza, sino que la explicita, clara y sistemáticamente, en la explicación de los mismos que da Patronio. El mismo enxiemplo XI incurre en un procedimiento, cuya novedad y trascendencia es resaltada por Leonardo Funes: “el lector resulta tan engañado como el personaje” (Funes, 2001 264), con lo cual todo trabajo de desciframiento se hace imposible: el lector no cuenta ya, ajeno a la verdad, con las herramientas para hacerlo durante el proceso de la lectura. Por otra parte, los comentarios de Patronio mencionados muestran que la confianza en el sentido sobre el significado que aparece en el prólogo (lo importante se absorbe solo, inconscientemente, como experiencia antes que como forma lingüística) no es más que aparente: el sentido, difícilmente controlable, asusta y se neutraliza en las exégesis de Patronio.
El Libro de buen amor, finalmente, vuelve a incurrir en la misma metáfora: “segund buen dinero yaze en vil correo / ansí en feo libro está saber non feo” (LBA: 16cd). La idea se repite en las primeras estrofas: el feo libro esconde bella sabiduría, y el lector debe entender bien los dichos y pensar la sentencia (LBA: 46a); es decir: desentrañar el significado. Varios investigadores han estudiado y argumentado la existencia de una polisemia estructural en el Libro de buen amor. Por citar algunos, Joset postula una “ambigüedad recentrada como lectura del Libro de buen amor [que] concuerda con su espíritu profundamente anti-épico” (1988: 85) (añado aquí: y estructuralmente anti-ejemplar). Gerli lo define como un “rompecabezas hermenéutico” (2005: 67). Soler y Funes hablan de una “erótica textual”, es decir, “una matriz de escritura del Lba vinculada con la ambigüedad semántica que promueve la generación permanente de sentidos” (2005: 93). La lectura ejemplar se suprime aquí, entonces, desde su fundamento, abandonada al juego de la polisemia. Pero no ya entendida como una pluralidad de sentidos que permite diferentes lecturas, sino como una pluralidad que impide la búsqueda de ningún significado estable. Juan Ruiz está, entonces, poniendo en escena el sentido-efecto estético de la polisemia lúdica, de la imposibilidad hermenéutica, en desmedro de la capacidad del texto de significar.
Los tres textos son una representación de esta imposibilidad hermenéutica. El problema de la polisemia aparece claramente en ellos, y así constituyen una puesta en escena de la disolución del campo cultural que fundamentaba y construía la literatura ejemplar. La ficción de lector que ponen en juego muestra la desaparición del lector ejemplar, en virtud de la incorporación de otros géneros, propios de otros lectores y lecturas: la literatura caballeresca y su héroe modelo en el Zifar, la seductora literatura de entretenimiento en El conde Lucanor y la parodia cazurra en el Libro de buen amor. Los textos interpelan de otra manera a sus lectores, y los problemas visibles en el modelo de recepción permiten ver la movilidad de los campos culturales en el siglo XIV español.
Pero además, en torno a la crítica sobre el Libro de buen amor aparece una vía interesante de analizar, a partir de la estructura del sentimiento y la diferencia entre significado y sentido, el problema del cinismo posmoderno, analizado por Sloterdijk y desarrollado por Žižek, quien también cuestiona un concepto de ideología basado en la lógica de los enunciados, expresado en su consideración como "falsa conciencia":
El sujeto cínico está al tanto de la distancia entre la máscara ideológica y la realidad social, pero pese a ello insiste en la máscara [...]. La razón cínica ya no es ingenua, sino que es una paradoja de una falsa conciencia ilustrada: uno sabe de sobra la falsedad, está muy al tanto de que hay un interés particular oculto tras una universalidad ideológica, pero aun así, no renuncia a ella. [...] Está claro, así pues, que confrontada con esa razón cínica, la crítica tradicional a la ideología deja de funcionar. Ya no podemos someter el texto ideológico a la ’lectura sintomática’, confrontarlo con sus puntos en blanco, con lo que ha de reprimir para organizarse, para preservar su consistencia; la razón cínica toma en cuenta esta distancia de antemano" (Žižek, 2005: 347-8).
Desde el punto de vista de las formaciones racionales, de los encunciados de verdad concretos acerca de la realidad social, es decir, desde el punto de vista de su significado, la fortaleza ideológica del cinismo pareciera inexpugnable. Sin sobrevaloraciones, sin desviaciones, mentiras, falsedades, represiones del funcionamiento del sistema social, pareciera no haber ideología, y Žižek mismo expresa este problema al preguntarse "¿Lo único que nos queda entonces es afirmar que, con el reino de la razón cínica, nos encontramos en el llamado mundo posideológico?" (2005: 348). Nótese que ésta posibilidad, que Žižek descarta de plano, aparece solamente al restringirnos al universo de los significados. Si lo analizamos desde el sentido, es decir, pensada como una estructura del sentimiento de valor predominantemente afectivo que configura una actitud hacia el mundo, ese cinismo, ese "ellos saben muy bien lo que hacen, pero aun así, lo hacen" se revela plenamente ideológico. El cinismo, mucho antes que una formación específica y concreta que afirma supuestas verdades sobre los hechos, es una actitud afectiva, y analizada en su naturaleza de tal se muestra de manera visible como superestructura ideológica del mundo posmoderno. Virno lo estudia como " la tonalidad emotiva [...] que califica hoy a la forma de vida de los "muchos" (2011), entendiendo que "tonalidad emotiva no se refiere "a una mezcla de propensiones psicológicas, sino a modos de ser y de sentir tan extendidos que resultan comunes a los más diversos contextos de la experiencia (trabajo, ocio, afectos, política, etc.)" (2011).
Las lecturas recientes del Libro de buen amor que ya hemos comentado hacen hincapié en su carácter siempre polisémico, en su indeterminación de sentido, en el carácter lúdico de la permanente imposibilidad de constituir significados que le da al texto un potencial sumamente subversivo frente a la naturaleza fuertemente represiva de las formaciones sociales fijas y agobiantes que circulan en la Edad Media. No cabe ninguna duda de que estas afirmaciones sobre el Libro de buen amor son, en los hechos, acertadas. Sin embargo, cabe destacar que el resultado es, finalmente, la destrucción de códigos y valores morales y sociales de una sociedad para terminar, finalmente, en un vacío circular en donde pareciera que todo sentido es necesariamente reducido a la nada. El Libro de buen amor, especialmente encarado desde el contexto de la cultura posmoderna, es un texto profundamente cínico, y lo que en su contexto específicamente medieval es perfectamente pasible de analizar como una intervención subversiva, en su valoración actual es una formación absolutamente funcional a la estructura del sentimiento reinante. ¿Cómo es posible, entonces, que una serie de enunciados que podemos calificar como "verdaderos", refiriéndose a un valor subversivo, sean ideológicos? Imposible pensarlo desde la falsa conciencia, pero plenamente visible desde un análisis de la estructura del sentir verificada en una actitud afectiva de la lectura del texto.
Nótese que los mismos elementos que aparecen en el Libro de buen amor son los formalizados por una cantidad de teóricos de los últimos años, cuya expresión más declarada y reconocida sea probablemente la del "Rizoma" de Deleuze. El rizoma posee un carácter supuestamente subversivo a partir de su destrucción de toda jerarquía, basada en la absoluta indeterminación de su no-estructura y en la pura negatividad de sus formas. Igual que en el Libro de buen amor, la indeterminación y la negación de todo posible enunciado de valor tiene un potencial subversivo. Desde el punto de vista del enunciado concreto, del significado, hay por lo menos una porción innegable de verdad en este sentido: al rechazar toda estructura jerárquica y toda posibilidad de afirmación, quedan anuladas todas las formaciones sociales que establecen interpelaciones represivas en los sujetos. Pero desde el punto de vista de su sentido, de su valor afectivo, reconocemos que esa desconfianza frente a cualquier posible positividad es un carácter fundamental y sostén primero del reino del cinismo y, una vez más, desde la estructura del sentimiento, la pura negatividad del rizoma termina enmarcada en la actitud subjetiva que sustenta el orden social posmoderno.
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Žižek, Slavoj (2005). “¿Cómo inventó Marx el síntoma?”, en su comp. Ideología: Un mapa de la cuestión. Buenos Aires: Fondo de cultura económica, pp. 329-370.
[1] Que reúne y reorganiza dos ponencias pensadas de manera conjunta: la primera, titulada “El modelo de recepción como portador de sentidos sociales: el ejemplo del siglo XIV castellano”, fue presentada en el “III Congreso Internacional: Teorías críticas de la literatura y de la lingüística”, realizado en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA en agosto de 2008 y publicada en actas. La segunda, titulada “La estructura del sentimiento y el lector implícito: una propuesta de lectura para algunos textos de la literatura reciente”, fue presentada en el “IV Congreso Internacional: Teorías críticas de la literatura y de la lingüística”, realizado en la misma Facultad en noviembre de 2010.
[2] Se vuelve necesario hacer una aclaración. Los análisis que intentan leer en los textos su participación en la ideología reinante suelen ser, por decirlo así, descalificatorios hacia los mismos. El texto es culpable de participar en la ideología, o al menos se toma el hecho como un pecado tristemente inevitable. No es esa la intención de este trabajo. Si bien es cierto que el contenido ideológico de los textos muestra sus lazos, incluso su conformidad con una sociedad que dista de la utopía, también es cierto que en ello reside su valor como partícipes de una cultura y, en tanto lo son, en ello reside también, como condición necesaria, todo su potencial comunicativo. Jauss polemiza con los “ascetas estéticos” (especialmente con Adorno) argumentando que “cualquier identificación del espectador o el lector con lo representado se describió como una banalidad, especialmente si éste sentía admiración o simpatía por el héroe. [...] Se estrecharía la función social primaria de la experiencia estética si el comportamiento hacia la obra de arte quedara encerrado en el círculo de la experiencia de la obra y la experiencia propia, y no se abriera a la experiencia ajena, lo que desde siempre se ha llevado a cabo en la praxis estética en el nivel de identificaciones espontáneas como admiración, estremecimiento, emoción, compasión, risa, y que sólo el esnobismo estético ha podido considerar como algo vulgar” (2002: 75). Si bien afirma que “precisamente en tales identificaciones, y no únicamente a partir de las reflexiones que suscitan, el arte transmite normas de acción” (Jauss, 2002: 76), el teórico alemán matiza este hecho sosteniendo que no siempre la función configuradora de normas es ideológica (2002: 92), en términos discutibles. Lo importante, de todas formas, es que ese carácter ideológico es condición necesaria de la experiencia estética, y esperar lo contrario es esperar un absurdo: que el texto sea ajeno a la sociedad y al tiempo en que se inscribe y, por lo tanto, ajeno a sus lectores.
[3] Cito los tres libros por las ediciones mencionadas en la bibliografía, indicando la sigla del título y número de página (de estrofa y verso, en el caso del Libro de buen amor).