pobreza de su instrucción general le hacían ver en todo aquello
solo juego, pasatiempos, charlatanerías. Y además esos libros
le daban sueño. Sin embargo, el médico necesitaba de
ilusiones, igual que su mujer. Su escritorio daba a la calle ¿y si
lo descubrían durmiendo sobre los libros?... Trató de encargar
algunas novelas de Paul de Kock, con el título oculto en falsas
tapas, e intentó despabilarse. (2012, p. 197)
Armando Borges, a pesar de la escenografía ligada a una trayectoria
letrada (un escritorio, una gran biblioteca, su vestimenta), no podía
soportar aquellas lecturas obligadas de su profesión, así como tampoco
podía soportar aquellas que su esposa hacía, todas ligadas al
naturalismo, es decir, direccionadas a la crítica social. La única lectura que
lograba sostener era la del best seller de la época, Paul de Kock, un
novelista aclamado por el público ligado a las camadas más populares,
pero desprestigiado por la crítica que decía que este escritor escribía
inmoralidades.
Son esos libros que escondemos, o esos subrayados marginales, o esas
frases copiadas, las que sacan a la literatura del lugar del preciosismo y
la ponen al nivel de la vida compartida, y nos sostienen, nos hacen
suspirar, nos hacen llorar. La literatura se vuelve, así, un lugar donde, en
definitiva, elaboramos nuestra subjetividad. Y con esto no quiero
referirme a la cuestión identitaria, sino específicamente de conformación
de una subjetividad entendida en tanto prósopon (πρóσωπον). Es que, tal
y como insiste en afirmar Michèle Petit, “la lectura ayuda a las personas
a construirse, a descubrirse, a hacerse un poco más autoras de sus vidas,
sujetos de su destino” (p. 31) y esto no solamente sucede en contextos
desfavorecidos, los y las profesionales de la literatura también leemos de
esa manera.