aulas de las facultades y que involucran editoriales, festivales, librerías,
ferias, canales de YouTube, etc. Pero el nicho, por definición, impide
cualquier perspectiva de universalidad. Porque lo que más perdió la
literatura como institución es el dominio de lo común. Es decir, de una
serie de referencias comunes, de libros que todos conocen y muchos no
especialistas incluso leyeron completos, ya sea en la escuela, en unas
vacaciones, en un colectivo. La idea de que hay que leer ciertas cosas,
incluso si no es más que el recorte de un recorte del canon, para no ser
un ignorante. Esa idea, que está en extinción incluso en las aulas
universitarias, en las que es cada vez más difícil suponer alguna base
común, desapareció por completo de la sociedad.
Este es uno de los factores que hacen que propuestas como las de
Tennina en el libro mencionado más arriba provoquen algunas dudas.
Por supuesto, la idea de ampliar el canon e incluir lo que ha sido
históricamente marginado y segregado (en muchos casos, por
cuestiones que no tienen mucho que ver con el “valor estético”) es
inobjetable en sí y es un horizonte en principio más estimulante que un
eterno retorno sobre lo mismo. Al mismo tiempo, esa erosión
permanente de lo canónico es problemática en un contexto de disolución
de lo común por un montón de fuerzas centrífugas.
Cualquier proceso en crisis con una historia larga atrás tiene que
enfrentar la dicotomía de ir a las bases para hacerse fuerte o salir a
explorar nuevos territorios con la esperanza de encontrar allí el valor
perdido. Es una tensión que afecta profundamente a las universidades
en general y a las facultades de humanidades en particular. ¿Salimos a
convertirnos en booktubers y/o en especialistas en IA, o paramos la pelota