Revista Luthor, nro. 60 (junio 2025) ISSN: 18573-3272
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¿Quién sabe de literatura?
Algunas reflexiones sobre nuestro lugar como literatos/as en la
discusión pública
Mariano Vilar
En este número de Luthor intentamos pensar desde distintos ángulos la forma en la que
se construye un saber sobre lo literario y su proyección sobre discusiones que van más
allá de la problemática especificidad de ese saber. En este artículo me pregunto por los
roles que perdimos, la tensión entre lo nacional y lo cosmopolita, la dificultad de
encontrar referencias literarias comunes, y el desafío de participar en la "batalla
cultural" sin caer en la estetización de la política.
* * *
Los/as escritores/as, los/as profesores/as de lengua y literatura en la
escuela y la universidad, los/as críticos/as literarios/as que quedan en
algunos suplementos, ¿los/as que hacen podcast o videos para YouTube
sobre libros que leen?, los/as investigadores/as de Conicet del área KS2
(“Literatura, Lingüística y Semiótica”), los/as editores/as, ¿los/as
vendedores/as de libros?, los conoisseurs que no se dejan seducir por la
última novedad del mercado. Todos estos sujetos, y seguramente un par
más que podríamos enumerar, tienen un saber sobre lo literario, lo que
no impide que cada uno tenga su especificidad. Algunos pueden escribir
papers siguiendo normas precisas, otros pueden dar conferencias (para
un público especializado, para uno general, o para ambos), algunos
pueden evaluar las chances de un libro en el submundo de los premios
nacionales e internacionales, otros saben qué escribir para ganarlos, etc.
Pero más allá de esas diferencias y de casos singulares: ¿qué es lo que
unifica a todos? Y también: ¿cómo se proyecta ese saber sobre la
sociedad (si tal cosa existe)?
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En sociedades menos administradas, menos segmentadas y atomizadas
por la división del trabajo, el rol del/la literato/a no se distingue
demasiado del del sabio. La persona que puede citar los versos
homéricos en el momento apropiado, o una máxima de las muchas que
aparecen en Shakespeare o Racine, es alguien que simplemente sabe. Por
supuesto, es un tipo de saber que no es útil en todos los contextos: no
gana una batalla (aunque es digno de un general experto poder
comparar sus campañas con las que describe Tito Livio), no cultiva el
campo (pero puede aludir a las Geórgicas para proveer una cita oportuna)
y, sin embargo, su función de guía para la vida es perceptible. Docere et
delectare: la filosofía moral y la literatura se disputaron su rol formador
de seres humanos por milenios, aunque quizás sea más justo decir que
trabajaron en conjunto con algunos ocasionales momentos de tensión.
La autonomización de la esfera literaria respecto de la moral y de la
religión redujeron esta antigua alianza a un hilo débil y casi
imperceptible. El florecimiento de los libros de autoayuda es parte de
este proceso, claro está. El literato todavía puede ser valorado como
alguien que tiene un saber (“Fulanito/a lee mucho”), pero la idea de que
ese saber es uno que conduce de por a una buena vida está casi
totalmente quebrada (“Fulanito/a es un bohemio/hippie/zurdo
depresivo/a”).
Intelectuales, activistas, mariscales en la batalla cultural
La categoría tan mentada de “intelectual” siempre tuvo aristas
problemáticas para los/as literatos/as. ¿Qué tan “orgánica” puede ser la
literatura a un proyecto de poder? Se ha discutido este problema desde
la Eneida hasta el kirchnerismo tardío. No cabe duda, sin embargo, que
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en tanto la literatura es todavía hoy una plataforma para adquirir alguna
resonancia pública, los literatos/as pueden ocupar roles que van más allá
de su especificidad profesional. Beatriz Sarlo, Martín Kohan, Martín
Caparrós, etc. No se puede menospreciar, en este sentido, un saber que
alguna vez fue clave para las letras y que hoy no siempre lo es: la
elocuencia. El literato es, en general, una persona que puede decir algo
elegantemente, alguien que en principio vale la pena leer o escuchar si
más no sea solo por eso.
Volviendo a la cuestión, ya desde los 70 la noción del intelectual que
“representa” a los marginados u oprimidos, y/o que es la vanguardia
política de una clase social, o el orador destacado de un movimiento, el
intelectual como ideólogo/a, etc., fue atacado desde todos los flancos.
Foucault y Deleuze famosamente cuestionaron la idea de que el
intelectual pueda o deba representar a alguien. Con muchos matices que
son difíciles de generalizar, crece la idea del intelectual como activista.
Josefina Ludmer titula uno de sus textos “De la crítica literaria al activismo
cultural”
En su libro reciente Crítica anfibia. Métodos y espacios de acción de los
estudios de la literatura en la contemporaneidad, Lucía Tennina (quien
también escribió un artículo para este número) plantea una serie de
experiencias, estrategias y recursos para pensar los cruces entre lo
literario y lo cotidiano. Esto implica circular por espacios donde la
literatura atraviesa prácticas que no son ni los de la academia (aulas,
congresos, etc.) ni la crítica mainstream (ferias, entregas de premios,
medios gráficos, etc.). En su caso, se detiene en particular en los saraus
brasileños, espacios de producción e intercambio de poesía en la
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periferia, pero también en fenómenos como los booktubers, los procesos
de canonización y crítica del canon desde sus márgenes, etc. Se trata, en
sus palabras, de una “descolonización” del conocimiento y de un
cuestionamiento de las rigideces y limitaciones (supuestamente hechas
en pos de una objetividad y un rigor “científico”) del mundo académico,
no para destruirlo, claro está, sino para ampliarlo y revitalizarlo.
A este tipo de intervenciones y posicionamientos, que no son
infrecuentes en el ámbito académico, se le suma una dimensión muy
contemporánea: la llamada “batalla cultural”. Agustín Laje, un hipotético
presidenciable, es un intelectual orgánico del gobierno libertario de Javier
Milei. No es un literato, ya que este subtipo no abunda entre los
libertarios. Frente a él y otros parecidos, se repite una y otra vez el
interrogante: ¿qué hacemos con esta invitación a las “armas”? Suelen
aparecer estas respuestas:
No, es una trampa a la que nos quieren llevar. Dar la batalla
cultural hoy es hablar del rumbo económico del gobierno y sus
efectos materiales sobre la población.
No, hay que escuchar a la gente común y aprender. Basta de
querer bajar línea.
Sí, pero apelando a lo más general: tenemos que defender valores
como el humanismo, la generosidad, el respeto por el otro, la
democracia, etc.
Sí, desde la trinchera: tenemos que defender la revolución
transfeminista, queer, y no movernos ni un milímetro de nuestras
conquistas simbólicas.
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De hecho, muchos de nosotros oscilamos entre estas posiciones y no nos
definimos del todo por ninguna. Puede que esa sea la solución más
funcional: el tacticismo. Cada intervención de la intelligentsia enemiga
tiene que ser evaluada para elegir la mejor respuesta. ¿Pero la mejor para
quién, exactamente?
Hay otra alternativa: el aceleracionismo que se fascina con el poder. Con
distintos grados de contorsionismo (tener vértebras flexibles siempre fue
una necesidad de los intelectuales), podemos encontrar en publicaciones
como Dólar barato y algunos substacks la idea de que todo lo que no sea
abrazar la nueva filosofía oficial del mileísmo es una variante de la
melancolía progresista (o woke), una actitud propia de profesores tristes,
almas en pena que lloran las ruinas de un imperio que nunca fue tan
grandioso como en nuestra imaginación.
Tampoco es del todo falso. El literato es una subespecie humana que
tiende a la bilis negra, es decir, la melancolía, la desesperanza, la
sensación de que no hay futuro, de que todo tiempo pasado fue mejor.
Esto se ve impulsado además por una percepción generalizada de que la
institución literaria está en retroceso a nivel mundial y que las millones
de copias que pueda vender algún que otro libro no lo cambian en lo más
mínimo. El manejo sofisticado del lenguaje, que alguna vez se consideró
necesario para participar en cualquier sociedad moderna de manera
efectiva (mi maestra de primaria en los ochenta pensaba que tener
buena caligrafía y buena ortografía era un requisito sine qua non para
conseguir un trabajo decente) sigue siendo una habilidad relativamente
valiosa, con énfasis en el “relativamente”... y ni hablemos del valor que
empezó a tener el “redactar bien” en la era de las IA generativas de texto.
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Entonces, ¿cómo generamos valor? Se podrá decir que la pregunta está
empapada de neoliberalismo (o más simplemente de capitalismo) y de
que la idea de que cada actividad tiene que aportar un valor al mercado
es, en sí misma, el enemigo que hay que atacar. Es cierto, en un sentido,
pero también falso en otro: más allá del “mercado” en el sentido llano y
literal del intercambio de dinero entre agentes económicos, la
competencia por la atención y el interés humano es permanente. Nuestro
tiempo en el mundo es finito y nuestra atención limitada. Los literatos
proveemos un valor que en muchísimos casos no tiene que ver con la
reproducción material de las condiciones de existencia de nadie, aunque
podría excluirse de esto a los docentes de primaria y secundaria. El resto,
salimos a competir por los retazos de esa atención que todavía quedan
con las herramientas que encontramos.
Lo común y lo argentino
La idea del intelectual que podía salir de su formación específica y
hablarle a la sociedad presupone un cierto espacio común, un ágora.
Beatriz Sarlo cruzó esa frontera y lo hizo desde la crítica, no desde la
producción literaria en sí. Hoy figuras como Natalí Incaminato (“la Inca”)
o Tamara Tenenbaum, la primera doctora en Letras y docente
universitaria en esa carrera en la UNLP, la segunda graduada de Filosofía
y escritora de literatura y ensayos, hicieron base en redes sociales y de
ahí se convirtieron en figuras con cierta visibilidad mediática y a las que
se llama para dar su perspectiva sobre distintos temas que tienen poco
que ver con discusiones académicas.
El problema del ágora del presente es el de lo común. Está claro que la
institución literaria sobrevive en nichos, nichos que no se limitan a las
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aulas de las facultades y que involucran editoriales, festivales, librerías,
ferias, canales de YouTube, etc. Pero el nicho, por definición, impide
cualquier perspectiva de universalidad. Porque lo que más perdió la
literatura como institución es el dominio de lo común. Es decir, de una
serie de referencias comunes, de libros que todos conocen y muchos no
especialistas incluso leyeron completos, ya sea en la escuela, en unas
vacaciones, en un colectivo. La idea de que hay que leer ciertas cosas,
incluso si no es más que el recorte de un recorte del canon, para no ser
un ignorante. Esa idea, que está en extinción incluso en las aulas
universitarias, en las que es cada vez más difícil suponer alguna base
común, desapareció por completo de la sociedad.
Este es uno de los factores que hacen que propuestas como las de
Tennina en el libro mencionado más arriba provoquen algunas dudas.
Por supuesto, la idea de ampliar el canon e incluir lo que ha sido
históricamente marginado y segregado (en muchos casos, por
cuestiones que no tienen mucho que ver con el “valor estético”) es
inobjetable en y es un horizonte en principio más estimulante que un
eterno retorno sobre lo mismo. Al mismo tiempo, esa erosión
permanente de lo canónico es problemática en un contexto de disolución
de lo común por un montón de fuerzas centrífugas.
Cualquier proceso en crisis con una historia larga atrás tiene que
enfrentar la dicotomía de ir a las bases para hacerse fuerte o salir a
explorar nuevos territorios con la esperanza de encontrar allí el valor
perdido. Es una tensión que afecta profundamente a las universidades
en general y a las facultades de humanidades en particular. ¿Salimos a
convertirnos en booktubers y/o en especialistas en IA, o paramos la pelota
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y apelamos a la dignidad de la clase magistral sobre literatura que alguna
vez fue nuestra fortaleza y que nos conecta con la Gran Tradición?
¿Qué “Gran Tradición”? Desde hace uno o dos años se volvió común en
ciertos espacios debatir sobre el valor de lo nacional. Hay muchas
explicaciones posibles, pero la más directa es el retorno de los
nacionalismos a nivel mundial tras el consenso globalista neoliberal de
los 90 (el fin de la historia, etc.). Esto en nuestro país tiene inflexiones
muy particulares, porque no hay acuerdo entre las fuerzas gobernantes
(y sus intelectuales orgánicos) sobre si el globalismo está mal “en ”, o
si solo está mal en relación con la “agenda 2030”, es decir, la “agenda
woke” o “progresista”. En el ámbito cultural, el episodio de la revista
Anfibia saliendo a pedir apoyo económico tras la caída del financiamiento
internacional que recibía sirvió de catalizador para una denuncia
generalizada de cipayismo a todo el feminismo, los movimientos queer y
ecologistas, y por extensión también a la “agenda” cultural fomentada
en las universidades y espacios aledaños (Anfibia depende de la
Universidad Nacional de San Martín). En términos generales, la idea es
que el partido demócrata estadounidense, bastión del proyecto cultural
neoliberal, se ocupa con su flujo de dólares de asegurar que revistas
woke como Anfibia triunfen, lo que provoca que otras con posiciones
menos afines a esa agenda y más ocupadas por los problemas reales del
desarrollo de las fuerzas materiales y espirituales de nuestra nación
nunca alcancen esa visibilidad.
Aclaro que no creo que esto sea totalmente falso. Hay fondos
internacionales que tienen intereses en fomentar algunas agendas, eso
es un hecho. Desconfío, sí, de la existencia de una conspiración global
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que actúe de esta manera en contra de lo argentino y sus potencialidades
ocultas, y ni siquiera me voy a detener en defender a Anfibia (que ni leo
ni me parece particularmente recomendable) de aquellos que la acusan
de representar al partido demócrata mientras ellos mismos copian y
pegan los argumentos y posicionamientos del partido republicano, al que
hacen pasar por argentino de pura cepa.
Pero no nos quedemos en lo fácil. Está claro que los que obtuvimos
nuestra credencial de conocedores de la literatura a partir de
instituciones estatales, como es sin duda mi caso y el de muchísimos
otros (me atrevo a afirmar, sin un dato concreto que lo justifique, que la
enorme mayoría, ya que la formación en humanidades fuera de las
grandes universidades nacionales del país es muy escasa y deficiente)
tenemos una enorme responsabilidad hacia nuestro país. En ocasiones,
en el siglo XX, esa responsabilidad adquirió la forma de un compromiso
con la modernidad: hagamos de Buenos Aires una París o una New York
de Latinoamérica, seamos lo más cosmopolitas posible, digamos con
Borges que lo argentino es lo universal, traigamos las teorías extranjeras
más trendy y pongámosle un fuerte condimento local. Seamos los
marginales que demuestran que el margen es el verdadero centro, y
deconstruyamos así la misma división centro-periferia.
Pasadas ya algunas décadas del siglo XXI, ya con Ludmer y Sarlo del otro
lado, la cosa está difícil. La modernización intelectual y la importación de
teorías sofisticadas no vino acompañada de progresos sociales y
económicos, y la única modernización a la que accedió el país es una que
parece cada vez más precaria, endeble, caótica y desigual hasta el
paroxismo. Las instituciones están en crisis permanente. La impresión es
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que puede pasar cualquier cosa, salvo algo bueno. ¿Tienen la culpa de
eso nuestras lecturas de Deleuze, Butler, Agamben, Fisher? Está claro que
no, pero tampoco está claro (nada claro) que lecturas como esas, escritas
en países con una posición en el mundo y una historia tan diferente, se
relacionen significativamente con los horizontes existenciales de quienes
habitamos la literatura desde Argentina.
¿Tenemos que ser, entonces, “nacionalistas”? ¿No es cierto acaso que los
literatos vivimos por y para una república de las letras humanista (y
humanística) que tiene como bandera la paz, el saber, el consenso y coso,
y que es, por lo tanto, esencialmente supranacional? Si tengo que
responder en base a mi vida y experiencia profesional, la respuesta es un
rotundo sí. Cualquier otra respuesta sería hipócrita. No me considero
“globalista” (progresista sí) pero decir que vivo mi experiencia de la
cultura, la literatura y el pensamiento privilegiando “lo argentino” sería
una mentira colosal. Pienso lo nacional en mis modestas intervenciones
políticas y trato de votar proyectos que eviten que nos convirtamos en
una neo-colonia en la que los grandes imperios extraigan sus recursos
naturales y eventualmente su mano de obra precarizada. Pienso mi
actividad profesional en los ámbitos académicos argentinos (apenas he
salido del país) y no fantaseo con irme a dar clase o investigar a otro lado.
Pero me estoy planteando cada vez más seguido si no es necesario afinar
más el ojo y el paladar para pensar con más profundidad, también desde
los estudios literarios, en quienes somos y en qué necesitamos.
Estetas
Empecé preguntándome por la forma en la que nuestros saberes se
proyectan o tienen la posibilidad de proyectarse por fuera de sus ámbitos
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de incumbencia específicos, es decir, sobre la sociedad. Intentamos
avanzar sobre la naturaleza de ese saber, que continuamente se escapa
en su diversificación y especificidad contextual. También es difícil
separarnos de una figuración más general de “el intelectual”
(independientemente de si es un intelectual orgánico, un intelectual de
vanguardia, de barricada, o uno que quiere correrse para que hable el
marginado) que puede ser filósofo/a, historiador/a, etc., del que sería
específicamente el “literato”, el o la persona que llega desde la institución
literaria y con un bagaje asociado a ella. La palabra misma “literato/a”,
poco usada actualmente, ya expresa algo de esa incomodidad. ¿Sería
mejor hablar del crítico/a literario/a? Pero eso no incluye a los/as
escritores/as, etc.
Sabemos algo de la especificidad de lo literario, algo de su carácter
irremplazable, una singularidad de la que aprendimos a disfrutar. Porque
el saber sobre literatura es indisociable de ese goce y quizás tiene en él
su fundamento último. Somos estetas, no importa qué otros vestidos nos
pongamos arriba.
¿Esto implica que cuando pensamos la política lo hacemos siempre desde
lo estético? Esto puede entenderse en varios sentidos. Uno en el cual
usamos nuestras herramientas de análisis para describir, y
eventualmente cuestionar, los proyectos estéticos de los poderes en
pugna. En otras palabras, entender y conceptualizar la relación entre
estética y política. Pero también nos acecha el peligro bastante concreto
de que la perspectiva misma sobre la política sea estetizante, es decir, se
base en su comprensión como algún tipo de relato que se vuelve más
interesante cuanto más plagado de giros inesperados y personajes
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sorprendentes y estrambóticos aparezcan. Parte de la fascinación con
Milei también tiene un sentido literario, incluso (o sobre todo) cuando es
una fascinación que produce horror.
Podría cerrar estas líneas apelando a la resistencia del goce literario
frente a un mundo sobreadministrado, o a la necesidad de nuestro rol
como sujetos que se hacen preguntas en un mundo cada vez menos
orientado a la reflexión crítica, o apelando a la capacidad de la lectura
lenta y detenida por oposición al scrolleo ciego de contenidos
indiferentes. Todo eso me parece valioso y digno de ocupar un rol en la
conversación social, e incluso trato de llevarlo a la práctica. Pero en este
contexto me resulta también muy insatisfactorio, repetido, pasible de ser
redactado por una IA generativa. ¿Entonces? Tenemos que salvar el
mundo.